Faltaban sólo dos días para que llegara su hija, y todavía Mulki no podía creerlo. Había mirado mil veces, leído y releído el último mensaje en el correo electrónico que la muchacha le había enviado desde Nairobi: “llego el martes quince de enero a las 8 de la mañana, al aeropuerto Leonardo da Vinci, Roma, con un vuelo de la línea Qatar Airways, desde Dubai”. Sonreía, leyendo esas palabras: ese billete lo había comprado y enviado ella, después de haberle enviado todos los documentos, finalmente en regla. Había controlado mil veces el horario de salida desde Nairobi y el del vuelo que desde Dubai la habría traído a Roma. Esa empresa le había costado mucho tiempo y mucho dinero: largas horas de espera en las oficinas de la jefatura de la policía, sellos, copias y fotocopias de cada página, “cara y dorso” de cada documento; y, luego, las miles de veces en que había tenido, a pesar suyo, que pedir ayuda a Ahmed, el representante de la comunidad somalí, para que su enésima tentativa no fallara como todas las anteriores. En un caso faltaba un documento, en otro, una firma, otra vez la renta no era suficiente, luego algunos certificados se habían perdido en quizás qué oficina. En resumen, varias veces Mulki había renunciado a esa reunificación: a menudo, en las primeras tentativas, había cometido errores, debido a su inexperiencia, o bien se habían topado con leyes que habían cambiado, y no para mejor. Otras veces, justo en el momento en que todo estaba casi listo, había perdido el trabajo y, de consecuencia, había tenido que buscarse otro, y también un alojamiento, porque los parientes de la señora que había asistido día y noche, tal vez por muchos meses, tomándose sólo pocas horas de libertad, le habían dado a entender que, en muy poco tiempo, habría tenido que dejar libre la habitación que ocupaba en casa de ellos. “Tenemos que vender el piso, Mulki: lo sentimos!!” Pero ahora todo era diferente: la casa en la que vivía desde hacía más de un año era suya: un pequeño piso luminoso, con dos ventanas por donde entraba el sol y desde las cuales el azul del cielo parecía tan cerca que se podía tocar. Toda la ciudad parecía extenderse a sus pies y ella había logrado, con una simple estructura protectora de madera, colocar en el pequeño antepecho de la ventana un par de plantas que cuidaba con abnegación. Detrás de una puerta corredera estaba la kitchenette y, al lado opuesto, el baño, pequeño pero con todo lo necesario: sanitarios nuevos, ducha nueva protegida por una cabina con puertas corredizas, un espejo resplandeciente en el que brillaban los reflejos de los grifos, siempre limpios y deslumbrantes. Por último, una ventana que se abría a tronera y que permitía que se difundiera la luz y el aire fresco. Mulki estaba muy orgullosa de ese mini piso de propiedad. Lo había comprado con sus ahorros de veinte años de trabajo, pero no le habían sido suficientes y, por eso, había tenido que pedir un préstamo con la garantía de su último patrón. Sin duda, don Antonio y doña Francesca habían sido muy amables, pero ella ese afecto y esa estimación se los había merecido con tantos años de dedicación a su familia. De hecho, había criado a sus hijos, Eleonora y Alessandro, y había acompañado a la tumba a sus padres, Giovanni y Giulia, el padre y la madre de Antonio, Carlo y María, los padres de Francesca. Cuando Mulki había llegado a esa casa, Eleonora y Alessandro tenían cuatro y cinco años; ahora eran dos adolescentes que iban al liceo, pero cuando volvían a la casa (ella ahora trabajaba sólo seis horas al día) la saludaban alegremente, llamándola, como cuando eran chicos, “Mukki...” y le daban dos besos en las mejillas inmovilizándola frente a los hornillos. Se le inundaba el corazón de alegría, pensando en ellos: cuántos paseos habían hecho juntos por el río, cuántas tardes de invierno habían mirado los dibujos animados en la tele del salón, cuántas noches había pasado vigilando su sueño inquieto por la fiebre, y cuántos cuentos había tenido que inventar para que comieran. Luego los abuelos se habían enfermado, casi en el mismo período, y en la grande casa el trabajo se había multiplicado. Mulki no se había quejado, había aceptado el aumento de su sueldo, esperando poder apurar los tiempos para comprar un piso, donde, por fin, habría podido traer a Fartun. Pero los pedidos de dinero por parte de sus familiares, en Mogadiscio, eran cada vez más apremiantes: había siempre un hermano que necesitaba tratamiento, un primo que tenía que casarse, una tía que había quedado sola y que había que ayudar. La guerra continuaba, las personas morían; el que podía, se iba del país; para ella era cada vez más imposible hacerle el quite a todos los pedidos de ayuda que le llegaban de casa. Pero ahora, el paso más importante ya lo había dado: el piso era suyo desde hacía un año, había logrado amoblarlo discretamente y Fartun habría llegado, por fin habrían vivido juntas. Había pasado la tarde ordenando la habitación: el pavimento brillaba, los vidrios también detrás de las vaporosas cortinas claras; un biombo que tenía dibujado un entrelazamiento de ramas y de hojas separaba las dos camas del resto de la habitación; resplandeciente la mesa, cojines de colores sobre las seis sillas; y sobre la pared opuesta a la de la entrada, un gran armario del mismo color de los demás muebles, habría contenido toda la ropa de ellas. Mulki miró en rededor, y una vez más quiso imaginar como habría sido la vida en esa casa, finalmente juntas. Habría matriculado de inmediato a Fartun en una escuela para que aprendiera italiano, luego le habría comprado algunos vestidos y, apenas hubiera sido posible, le habría hecho obtener la licencia para conducir: no habría sido difícil conducir su “pandita” y, sin duda, una muchacha de veinticuatro años habría estado orgullosa. En un rincón de la casa estaba su escritorio: lo sacudió por última vez, volvió a ordenar los libros en el estante y controló que hubiera un poco de lugar para los que su hija habría añadido. Y de nuevo, como tantas otras veces le había ocurrido en todo esos años, se puso a pensar en la niña que había dejado en Somalia unos veinte años atrás. Mulki sabía que si los recuerdos la hubieran aferrado se habrían apoderado de ella, el tiempo la habría llevado hacia el pasado y las horas habrían volado en una continua y triste persecución de caras, sonidos, olores y palabras. Circundadas por simples marcos, habían en la muralla, dos fotografías de Fartun: en la primera, una niña de unos tres años saludaba con la manita arriba a alguien a lo lejos; en la otra, la misma niña, tal vez un poco más grande, estaba sentada, inmóvil y compuesta, en una silla cerca de una ventana. A ella le gustaba sobre todo ésa en que Fartun saludaba a alguien a lo lejos y siempre se perdía mirándola, se destruía de nostalgia y de esperanza. Ella había sacado esa foto y, apenas había llegado a Italia, la había ampliado, pero el original, del tamaño de una postal, la llevaba siempre, dentro de un sobre, en su bolso. Era a esa niña a la que hablaba, en sus momentos de soledad y en los de esperanza; la mujer en que Fartun se había convertido, ella no la conocía: los mensajes eran escritos con palabras gentiles, y bendiciones; los llamados telefónicos eran densos de afecto, pero esa niña que miraba a lo lejos con sus grandes ojos encantados, la llevaba hacia atrás en el tiempo y resumía, sólo en esa mirada, toda su vida: los estudios en el Liceo, el amor de Abdulcadir, la universidad, ingeniería él, química, obligatoriamente, ella. En realidad Mulki habría querido estudiar idiomas, pero su padre había tanto insistido, con gentileza y educación, como era su estilo, pero había insistido para que se matriculara en la facultad de química. “Tendrás trabajo seguro, Mulki, te lo prometo; a nuestro Presidente le importa mucho la formación y la instrucción de los jóvenes: ustedes son nuestras columnas!! Ustedes, chicos y chicas del futuro!!”. Se le hacía un nudo en el estómago pensando en las palabras de su pobre padre. Cuánto había creído en “su Presidente”!! Había criado a sus hijos en el respeto de la ley, de la tradición, en el amor por la familia y por la cultura, y luego......... Su Presidente lo había hecho terminar sus días en la cárcel: arrestado en una noche de lluvia, sin volver nunca más. Su madre y sus dos hermanos más grandes, Mohamed y Siad, lo habían buscado, incluso habían solicitado una cita con el Presidente, pero nada, nadie quería decir nada. Al final, se habían resignado, pero desde ese momento todo había sido diferente para su familia: las condiciones económicas habían empeorado, incluso su madre, empleada en un ministerio, había quedado sin trabajo. Mohamed y Siad, inmediatamente después de titularse, se habían ido prometiendo mandar dinero a la familia apenas encontraran un buen trabajo en los Estados Unidos. Lo habían hecho por un cierto tiempo, pero luego se habían casado y la ayuda era cada vez menor. Pensando en esos años, Mulki sintió que se le ponía un nudo en la garganta; eran los años en que se había enamorado de Abdulcadir, y junto a él había construido las esperanzas para el futuro. Abdulcadir la había ayudado tanto cuando su familia había caído en desgracia. Se habían casado poco después de haberse titulado. “Nos ayudaremos, - le había dicho Abdulcadir – es mejor que nos casemos de inmediato, Mulki, tu padre también estará de acuerdo, ya sabes”. Abdulcadir había encontrado un buen trabajo, por lo tanto, cuando ella se había dado cuenta de que estaba embarazada, habían celebrado el evento, a pesar de que los tiempos comenzaban a prometer nada bueno. Y cuando había nacido la niña, la habían llamado Fartun, para indicar que habría sido feliz y afortunada. En la rápida caída de su familia, Mulki confiaba cada vez más en su marido y cada vez más era para ella un punto de referencia, por eso cuando él le dijo que el ministerio del cual dependía lo habría mandado por dos años a especializarse en Rumania, ella se sintió contrariada. Pero él tenía que partir; era su gobierno que lo enviaba al extranjero y, sin duda, a su vuelta, sus condiciones económicas mejorarían mucho. No partió nunca: lo arrestaron dos horas antes de que saliera su avión, y no se supo nunca más nada de él. Pero, ahora, no tenía que pensar más en él ni en el pasado. “El pasado te impide vivir, Mulki!!”, le decía Silvia, una señora donde trabajaba una tarde a la semana. Silvia era una profesora jubilada, le prestaba muchos libros, algunos se los regalaba; le pedía siempre noticias sobre Somalia, sobre la situación económica, política; la escuchaba con interés, pero la alentaba a “mirar hacia el futuro”. “Todavía eres joven Mulki, eres muy linda..... tienes un título universitario!! Y si realmente nuestro gobierno mantendrá sus promesas, muy luego tendrás la nacionalidad italiana y, tal vez, se te abrirán nuevas posibilidades!!”. Pero el gobierno había caído y lo que había sucedido después no daba buenas esperanzas. Mulki no estaba descontenta de su vida: había sido difícil durante los primeros diez años, era verdad, pero también en esos momentos no habían faltado las personas que la habían ayudado, que la habían estimado; tenía amigos italianos y de otras nacionalidades, tenía algunas amigas somalíes que para ella eran muy importantes, pero en la comunidad no la apreciaban. “Piensa siempre en la cultura y en el estudio”, decían algunos, “... va al cine, le gusta la música, es diferente”. A ella le importaba poco esa opinión, pero había tenido que hacer de tripas corazón en muchas ocasiones para no responder a las provocaciones, y juntar todas sus fuerzas para seguir adelante. Y ahora había llegado adonde quería, su hija habría llegado, habrían comenzado su vida y, finalmente, le habría dedicado todo su tiempo, colmándola del afecto y de la ternura que le había privado en el pasado, dejándola en Somalia. “Te recibiré como a una reina – fue su último pensamiento antes de quedarse dormida – compraré flores, pasteles, te cuidaré, si te sentirás débil y cansada; te presentaré a todas mis amigas, te ayudaré a estudiar, te enseñaré esta ciudad..... Te amaré tanto!!
La joven mujer que se le acercó en el aeropuerto le suscitó, en un solo momento, mil sentimientos contrastantes: era alta y delgada, envuelta en un Jalbab negro que le cubría casi todo el cuerpo. No sólo el cuerpo estaba rigurosamente cubierto, sino también parte del rostro, se podían ver sólo los ojos y nada más. A Mulki le costó reconocerla; en las fotografías que últimamente Fartun le había mandado, por lo menos la cara estaba descubierta, pero ahora........ Le pareció imposible que la muchacha, vestida de esa manera, hubiera pasado fácilmente los controles de frontera, y, además, ¿por qué usaba esos vestidos que la transformaban en una masa sin formas? ¿Por qué cubrirse de esa manera? Frenó ese tumulto de pensamientos que, a pesar suyo, no habían dejado espacio al primer impulso de correr hacia ella y abrazarla; no quiso preocuparse de esos vestidos, ni de esos ojos que, se dio cuenta de inmediato, la miraban con severidad; dio algunos pasos hacia ella y le tendió los brazos: “!estoy aquí, Fartun! ¡Estoy aquí, mi niña! ¡Por fin! ¡Por fin!” Y las lágrimas se fundieron con las palabras. Fartun le devolvió el abrazo, le dio las gracias, le dijo que estaba muy feliz de haber llegado que, claro, se quedaría siempre con ella. Mulki le ofreció de inmediato una chaqueta gruesa y un par de guantes de lana. “Aquí hace frío – le dijo – ponte estos guantes!!” Fartun la miró contrariada: “Estoy bien así, gracias, no tengo frío”. Mulki hubiera querido insistir, pero frente a esa determinación a la cual no estaba acostumbrada, cedió. Fartun la siguió hacia el coche caminando un poco impedida e incierta en la confusión del aeropuerto. “Dame, dame tu maleta, - le dijo Mulki – tú lleva solo el bolso y sígueme, tenemos que llegar al aparcamiento”. Fartun le dio la maleta y la siguió sin hablar. Sentada en el coche al lado de ella, Mulki le preguntó: “¿todo bien en el viaje? ¿Viajaste bastante cómoda?” “Sí – respondió Fartun – pero me han hecho tantos controles..... Me llevaron a una habitación, donde una mujer tenía que cachear e identificarme!! Es increíble!!” “Es la ley, cariño”, se limitó a decir Mulki y encendió el motor. Se dio cuenta que Fartun la miraba entre curiosa y contrariada, miraba sus manos sobre el volante, sus cabellos cubiertos por un foulard azul que hacía juego con el color de la chaqueta; miraba el tráfico romano de la mañana, un poco asustada, tal vez, muy desorientada. Mulki le decía los nombres de las calles más importantes y le indicaba los edificios antiguos y las iglesias. “Ahora estás cansada, - dijo – tendrás tiempo para descansar. Cuando estés mejor, te mostraré esta ciudad; daremos lindos paseos por los montes, te enseñaré el metro y te enseñaré a usarlo”. Fartun escuchaba en silencio. Una vez llegadas a la casa, Mulki le mostró su cama, la parte del armario en la que podría colocar su ropa; le indicó el baño, el rincón de la cocina y el escritorio con la librería. También le mostró el rincón que había reservado para rezar: “aquí, en esta posición, estamos orientadas hacia sur-este; aquí están nuestras dos alfombras, podremos rezar juntas, especialmente en la mañana y en la noche; durante el día yo no estoy nunca en la casa. Voy a trabajar”. “Entonces, no rezas”. Esta frase de Fartun no era una pregunta, era una afirmación a su madre le sonó como un reproche. “Durante el día casi nunca puedo, - dijo casi justificándose -; trabajo hasta las dos donde la familia Fasoli, a las tres voy a otra casa, tres tardes a la semana; y las otras dos tengo que ir donde dos profesoras jubiladas, la señora Giardini e Silvia Rinaldi. Silvia ya es una amiga, en su casa sí puedo rezar en la tarde, pero donde los demás........” “Entonces, ¿cómo lo haces?” Preguntó Fartun empezando a desvestirse, antes de entrar al baño; “recupero en la noche”, respondió Mulki, luego bajó la mirada y se dirigió, en silencio, hacia el rincón donde estaba la cocina. Preparando el té pensó, con tristeza, que algunas veces en la noche estaba tan cansada que se desplomaba sobre la cama casi sin desvestirse y, sin duda, no lograba rezar. Su hija tenía razón, tenía que prestar más atención, pero ahora sus vidas habrían sido muy diferentes, más regulares y habría tiempo para todo. “Tendré que trabajar tanto igualmente, pensó echando el té en las tazas, el préstamo hipotecario que había que pagar..... las facturas.... y el dinero que tenía que mandar para la casa....” El perfume de especias llenó la habitación; Mulki sacó del refrigerador la torta que había preparado. “Cuando estés lista, ven a beber el té, Fartun!! He preparado también Halwa...!!” Desde el baño su hija no respondió. Mulki pensó que debido al ruido del agua no había escuchado; se acercó a la puerta. “¿Estás bien?”, preguntó, y la muchacha respondió sólo con un “sí”. Cuando salió, se dirigió hacia la madre con un tono severo: “Mamá – le dijo - , no se puede hablar cuando uno está en el baño!! Es una mala costumbre”. Mulki bajó la mirada y se limitó a decir: “tienes razón, Fartun..... tienes razón”, y se sentó junto a ella invitándola a beber el té.
En los días que siguieron, Mulki, que se había tomado una semana de vacaciones, se dedicó totalmente a su hija: la llevó donde la doctora Marini, su médico, y logró que visitara a la muchacha para ver si tenía algún problema de salud. Fartun estaba bien, pero Mulki insistió con tal que tomara algunos remedios reconstituyentes para reforzar sus defensas. La llevó a su dentista, el doctor Carlo Cardelli, en cuya familia había trabajado por algunos años, para que controlara el estado de sus dientes e interviniera en caso necesario. “El doctor Carlo no me cobra caro, - le dijo conduciendo en el tráfico de las seis de la tarde, - es muy amable y puedo pagarle incluso con cómodas cuotas. Siempre me he sentido a gusto con él”. Fartun suspiró encogiéndose en su jalbab. “Mamá, estás chalada por estas cosas!! Y, además ¿por qué un dentista hombre? Yo preferiría una mujer!!” “Lo siento tanto”, respondió Mulki, “no conozco ninguna. He prestado atención; mi médico de familia es una señora, la has visto, he escogido una ginecóloga y, si tu quieres, te puedo llevar para un control.; Letizia es una buena ginecóloga y es una gran amiga. Pero no conozco ninguna dentista!!” Fartun no respondió, pero durante todo el tiempo que duró la visita donde el doctor Cardelli estuvo tensa, irritada y no logró relajarse. “¿Le duele mucho?” Preguntó el médico; Mulki tradujo y Fartun dijo que no. Se pusieron de acuerdo sobre el tratamiento que tenía que realizar. “No es mucho”, dijo el dentista, “bastarán dos meses y la señorita tendrá una boca nueva!!”. Le tendió la mano que Fartun no apretó. Mulki fingió no ver y dijo: “¿Cómo lo hacemos para el pago, doctor Carlo?” “No, no!! Dijo él bajando la mirada, un poco cortado, “es tu hija, Mulki, la hemos esperado todos por tanto tiempo.......... permíteme ofrecerte al menos este trabajo que le voy a hacer...... No hablemos de dinero”. Mulki agradeció y le dijo a Fartun que el médico le ofrecía esta oportunidad; la joven esbozó una sonrisa. En la noche, durante la cena, Mulki le propuso a su hija que fueran, al día siguiente, a comprar un abrigo. “El anorak que te compré antes de que llegaras, está bien para los días de lluvia, quisiera comprarte también un abrigo más largo, que te cubra bien cuando haga más frío. Quisiera comprarte un par de zapatos que te protejan los pies del frío y de la lluvia”. “Pero ¿a dónde tengo que ir, mamá? No estoy acostumbrada a salir todo el día. Una muchacha no puede hacerlo, lo sabes!!” Mulki trató de contener la confusión en que se encontraba cada vez que su hija se expresaba de esa manera y le dijo que habría tenido que ir donde la profesora Silvia para aprender italiano y que habría tenido que ir donde el dentista, porque ella no habría podido acompañarla siempre. “Silvia se ofreció para ayudarte con el idioma, - dijo – así ahorraremos el dinero de la matrícula al curso. Ha ayudado a tantos estudiantes extranjeros, es muy buena profesora, puedes confiar”. “Y a su casa ¿no puedo ir cuando vas tú? Así vamos en coche!” Mulki no quiso irritarse frente a esas extrañas objeciones; Fartun todavía estaba desorientada, tenía que entender poco a poco cómo tenía que comportarse en esa gran ciudad, en ese mundo tan diferente al suyo. “Silvia quiere que tu vayas tres veces a la semana, - dijo – yo podré acompañarte la tarde cuando voy a trabajar a su casa, las demás veces irás sola. Te enseñaré el camino; iremos dos o tres veces con el metro y no con el coche, así aprenderás”.
Los primeros días después de la llegada de Fartun transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos, luego, gradualmente, la vida de Mulki tomo su ritmo habitual: el trabajo en la casa de los Fasoli hasta las catorce y luego las tardes en las demás familias. Volvía todos las tardes como a las ocho y encontraba la casa caliente y ordenada, la cena lista y Fartun que la esperaba. La muchacha, como podía, se esmeraba en la casa: no era experta en el uso de los diferentes detergentes ni de algunos de los electrodomésticos que Mulki había comprado, pero aprendió bastante luego el uso de estos últimos y se esforzó por hacer todo lo que su madre le enseñaba. También en italiano hacía muchos progresos; Silvia le dijo a Mulki que la muchacha aprendía fácilmente y que el próximo año habría podido inscribirse en una escuela vespertina para poder obtener, rápidamente, el título de COU. Mulki estaba contenta: volvía en la noche y tenía a alguien esperándola, alguien con quien hablar. Preguntaba tantas cosas sobre la vida en Mogadiscio en los último años, pedía noticias sobre los parientes, los amigos. Muchos habían muerto, otros se habían ido. Fartun le respondía diciéndole todo lo que sabía, pero su madre captaba en sus palabras, en sus actitudes, en sus consideraciones, algo que la inquietaba, que le daba ansiedad. ¡Cómo era severa con todos su hija! Daba juicios negativos sobre los amigos italianos de su madre, sostenía que incluso sus amigas somalíes no eran personas que se podían apreciar. “Tu amiga Ruqia, - dijo un sábado por la tarde, mientras juntas ordenaban el apartamento – sin duda no es una buena musulmana”. “¿Por qué dices esto, Fartun?”, le preguntó Mulki muy dolida. “¿Por qué la juzgas?” “Se casó con un italiano; le ha puesto un nombre italiano a uno de sus hijos”. “Su hijo se llama Francesco, como el abuelo paterno, y su hija se llama Aisha, como la abuela materna: han hecho esta elección, pero ¿para nosotros que importancia tiene?” Fartun apoyó la escoba en un rincón y dio algunos pasos hacia su madre. “Tiene importancia, mamá; Ruqia no habría tenido que casarse con ese hombre..... Una mujer musulmana no puede hacerlo, lo sabes!!” Mulki suspiró. Le desagradaba escuchar estas palabras sobre su amiga, le desagradaba sobre todo que su hija se tomara esa libertad. “Entiendo lo que dices, Fartun” – trató de decir – “pero no demos dar juicios. No nos toca a nosotros juzgar; tratemos de vivir bien nuestra vida respetando la ley de Dios y la del país donde nos encontramos....... Y esto no es poco, créeme”. La respuesta de Fartun le quitó el coraje de continuar: “Y tú tampoco eres una buena musulmana, mamá”. Lo siento, pero Italia también te ha echado a perder. No se puede ser musulmanes en esta País!! No, no se puede”. Mulki siguió sacándole brillo a las manillas del armario y buscó en su mente las palabras para responder; se esforzó para no irritarse, pero cuando habló, su voz estaba llena de indignación: “Uno puede ser un buen musulmán en cualquier parte del mundo”, dijo, mirando a su hija, a pesar suyo, con dureza, y la respuesta de la joven la dejó sin palabras: “no, no es así, mamá. En Inglaterra se puede,... pero en Italia, no”. Mulki creyó no haber entendido bien y preguntó: “¿dónde?” “En Inglaterra, donde la comunidad somalí es numerosa; hay muchas oportunidades de escuchar lecturas del Corán, se pueden ver en la Tele programas difundidos por emisoras religiosas. Se puede quedarse en la casa, porque el gobierno da ayudas económicas y no como ocurre en esta ciudad que tu atraviesas varias veces al día para ganar poco dinero y ni siquiera tienes el tiempo para rezar!! Allá es otra vida, mamá”.
El recuerdo de estas palabras y de otras parecidas, acompañaba a Mulki en sus jornadas de trabajo. Le sonaban en la cabeza mientras conducía, limpiaba los pavimentos de las diferentes casas, recorría los pasillos del supermercado. Se confundían con el ruido de la enceradora, con el ruido del agua, con los mensajes publicitarios que escuchaba sin sentir. Sabía muy bien lo que había sucedido en su País, pensaba en ello a menudo con amargura e indignación, pero constatar cada día la influencia negativa y deleteria que ciertas corrientes religiosas habían tenido sobre las personas, especialmente sobre los jóvenes, realmente la hacía arder de indignación y la entristecía profundamente. No quería resignarse a aceptar que justamente su hija, la joven mujer para la cual había imaginado un futuro sereno, hubiera caído en este espiral perverso que no le permitía considerar con mente abierta los hechos de la vida y que le impedía establecer relaciones auténticas con las personas. “Tal vez es culpa mía”, pensaba a veces, volviendo a casa por la noche, “no habría tenido que dejarla en Somalia por tanto tiempo; habría tenido que ser más decidida, menos incierta, habría que tenido que traérmela mucho antes... Mucho antes!!” se reprochaba su incapacidad de evaluar bien la situación, se repetía que no habría tenido que confiar en los parientes que, cuando estalló la guerra, cuando también su madre había muerto, se la habían llevado de Mogadiscio, diciendo que era demasiado peligroso quedarse en la ciudad; la habían llevado al campo y, desde ese momento, ella, por mucho tiempo, no había tenido noticias de la niña. “Habría tenido que ir a buscarla yo misma... No habría tenido que confiar en nadie”. Cuando había partido de Mogadiscio en 1986, Fartun tenía cuatro años, ella veintiocho; se sentía fuerte, llena de energía. “Cuida de la niña”, le había dicho a su madre, “yo trabajaré, les mandaré dinero y luego, a penas pueda, las llevaré a Italia conmigo”. Pero los primeros años habían sido difíciles: quedaba sin trabajo muy a menudo, no habían leyes que la protegieran; luego en Somalia había estallado la guerra. Cuando, unos diez años más tarde, había entrado a trabajar en la casa de la familia Fasoli y su trabajo le daba más garantías, su único constante pensamiento había sido para ella: tener una casa, una casa en que vivir con Fartun. La satisfacción que sentía ahora, cada noche, entrando a su piso, y viendo a su hija que la esperaba, estaba siempre ofuscada por el comportamiento de la muchacha, cada vez menos correspondiente a lo que Mulki se habría esperado de ella. Fartun se quejaba del hecho que las jóvenes somalíes que vivían en Italia la invitaban raramente a sus matrimonios y que, cuando lo hacían, su madre, la mayor parte de las veces, no aceptaba la invitación. “El mes pasado fuimos a Nápoles al matrimonio de Shukri”, dijo una tarde Mulki, “la semana pasada se casó Muna y fuimos a Viterbo. Quisiste comprar el género en la tienda de Hawa para hacerte un vestido y sabes muy bien cuánto nos costó. Ahora se casa Ayan y ¿tendremos que ir a Milán por ella? No, Fartun, no nos lo podemos permitir!!” Fartun no se rebeló, pero dijo solamente: “si no nos lo podemos permitir, está claro que no vamos, pero quiero decirte, mamá, que no me gusta vivir aquí”. “Estás aquí desde hace pocos meses”, trató de decir Mulki, pero su hija no la dejó continuar, “estoy contenta de estar aquí contigo, mamá, sé que has hecho tantos sacrificios, has trabajado tanto, pero ¿dónde te ha llevado todo este trabajo?” “¿Que a dónde me ha llevado?”, Mulki trató de preguntar, pero la chica casi no la escuchaba; “sí, ¿a qué te ha servido? Estás aquí desde hace más de veinte años y ni siquiera tienes la nacionalidad italiana; has trabajado de sirvienta por todo este tiempo y no te has movido de esta ciudad. Habrías podido hacer un poco de comercio, a lo mejor abrir una tienda.... Pero nada. En resumen, no has progresado”. Mulki buscó las palabras para responderle; luchó contra las lágrimas que le llenaban los ojos; luchó contra el grito de desesperación que le explotaba en la garganta y, al final, dijo solamente: “Pensaba que estaba haciendo lo justo, Fartun, lo siento, he logrado hacer sólo esto.... La ciudadanía italiana la obtendré luego, ya sostuve la entrevista.... Tenemos que tener paciencia!!” Fartun se estaba preparando para salir. Vestía un traje de seda celeste muy hermoso que le dejaba descubiertos los brazos y los hombros; se había hecho trenzas; alrededor de ella se difundía un perfume intenso. “No te enojes, mamá, - le dijo – pero, créeme, es mejor para mí si me voy a Inglaterra”. Mulki tambaleó durante unos momentos, pero Fartun pareció no darse cuenta, y continuó: “allá están mis amigas, e incluso Asha está por irse, de hecho hoy vamos a hacerle una despedida. Amina y Faduma se fueron en enero.... Ellas me están ayudando y luego partiré yo también”. Mulki tuvo sólo el tiempo de escuchar su propia voz que decía: “¿Qué quieres hacer, Fartun?” Pero la muchacha, con un gesto rápido, se pudo el jalbab, cubrió con el velo sus cabellos y parte del rostro y se le acercó: “lo siento, mamá, - dijo – te lo quería decir desde hace varios días, ya está casi todo listo. Mis amigas me han ayudado y Ahmed también se ha preocupado mucho de mí, es realmente una buena persona el representante de la comunidad, me ha ayudado mucho”. Mulki se sentó cerca del escritorio, apoyó las manos sobre el libro que desde hacía algunas semanas estaba leyendo y se dio cuenta de sucumbir cada vez más bajo el peso de las palabras de Fartun que le caían encima. Naufragaba en su perfume, se perdía en el sonido de su voz, esperaba ser tragada por el vacío que se habría abierto cuando ella hubiese salido por la puerta. “No te pongas triste, mamá!! – estaba diciendo la joven – luego viajarás tú también a Inglaterra... te llevaré yo y por fin dejarás de ser una sirvienta para todos estos “gaalo”!! Estaremos bien. Cuidaremos nuestra alma y por fin podremos vivir como verdaderas musulmanas”. Fartun se despidió de ella, dijo que pasaría por ella el marido de Asha y que luego habrían ido a buscar a Rahma y Saida. “Haremos una gran fiesta, - añadió – puedes venir tú también, si quieres. Si no estás lista, pasaremos por ti más tarde”. Mulki no dijo nada. La vio desaparecer detrás de la puerta que se cerraba a sus espaldas, sintió el ruido del ascensor y, luego, a la distancia, el de la puerta del coche. Se miró en rededor perdida: en el aire danzaban todavía el perfume y la voz de Fartun, pero ella estaba segura que, dentro de pocas horas, la muchacha que habría entrado por la puerta de casa, habría de ser para ella sólo una joven mujer que había escogido su camino. Había escogido sin ella. Miró los muebles, las cortinas en las ventanas, las fotos de los parientes en la pared y las de su ciudad, de tantos años atrás, todavía hermosa tendida entre el mar y las dunas. “¿Qué te han hecho Fartun?!! ¿Qué te han hecho Tierra mía amada?!!” Y no sintió retórica ni convenciones en sus palabras que se dio cuenta pronunciaba a media voz, sino solamente dolor. Miró la foto en que Fartun se despedía de alguien a la distancia y rezó, allí, sentada donde estaba, sin moverse, sin prepararse: pidió perdón a Dios por haber sido presuntuosa, pidió perdón a Fartun por no haber sido capaz de entenderla y se puso a llorar.