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hace calor en Lima

stefanie golisch

No tenía idea cuánto era cansador viajar!!
Nunca había viajado. Antes no me daban ganas. No me interesaba para nada y después, cuando hubiera querido, no tenía más fuerzas. Demasiado tarde.
Lástima, una verdadera lástima.
Tonterías.
No me importa para nada no haber viajado nunca. Siempre he estado bien en Lima. Bien o mal. He estado. Eso es todo. De seguro no habría estado mejor en otra parte, pero tampoco habría estado peor. ¿O tal vez sí? No sé, no estoy seguro, nunca estoy seguro de nada, pero no me da vergüenza. Soy viejo. ¿Por qué tendría que darme vergüenza todavía? ¿Qué sentido tendría?
Ah, es cansador viajar!! De verdad, cansador. No lo habría dicho nunca antes. Sólo ahora lo sé. Tengo setenta y cinco años. Cumplidos en el mes de abril. Justo en la mitad. Mi cumpleaños divide por la mitad el mes, los años, las horas, mis horas, el tiempo que queda. Cuando cierro los ojos siento, en todas partes, un tic-tac, es el sonido pesado de mi reloj cucú, que me han traído desde Alemania tanto tiempo atrás, tanto.
Es música, para mí es música ese monótono tic-tac.
Ah, que cansancio, maldito este viaje!! Los asientos son estrechos y siempre hay alguien que quiere conversar o que hojea el diario o que hace ruidos obscenos cuando come. Siempre es así. Lo sé. Soy viejo, ya sé todo de la vida y puedo decir lo que yo quiera. Es una suerte ser viejo, en alemán la llaman la libertad del bufón, Narrenfreiheit.
Dicen: déjenlo hablar, tanto es viejo, ya no entiende nada, es del siglo pasado, piensen, nunca quiere beber en un vaso de plástica y lleva siempre un extraño sombrero, verde con una gran pluma, ¿dónde diablos se usan sombreros así?
No en Lima.
De seguro no en Lima. Soy el único, es más, seguramente es así. A mí me gusta y lo que más me gusta es que no le gusta a nadie. Se ríen de mí. Como si no lo supiera!! Y yo me río de ellos!! Así es!! Y nos quedamos todos felices y contentos, así se dice, no es cierto, sin pensar, yo tampoco pienso cuando de mi boca salen palabras y frases sin sentido, no tiene sentido hablar, he dejado de hacerlo desde hace tiempo, prefiero escuchar música.
Hace calor aquí adentro, ¿no es así? Sólo en Lima hace más calor y más calor todavía en mi oficina en la calle de Córdoba 17.
Vladimir Juan de la Vega es mi nombre. Profesión notario. Así lo decidió mi padre tanto tiempo atrás, ya todo ha sucedido tanto tiempo atrás. Cuando el dinero se estaba por acabar, un día me dijo: ahora te toca a ti, hijo, se acabó el dinero para ti y para tu hermana. Me lo gasté todo y te confieso que me divertí un mundo!!
Luego, una gran risotada, como sólo él sabía reírse.
No me importa un pepino de este hombre y lo recuerdo muy mal. En cambio a mi hermana, la recuerdo muy bien.
Ah, mi hermanita.
Se llamaba Ada. Antes de mí, había habido otro hermano, pero murió casi de inmediato. Se llamaba como yo, exactamente como yo: Vladimir Juan.
Vladimir, porque en esa época mi padre era comunista. Luego, ese primer Vladimir murió y nací yo y viví la vida no vivida de mi hermano y la incompleta de Vladimir Illich Lenin. Sólo después de cinco años nació Ada. Mi Ada. Cómo era hermosa, buena e – inconsolablemente – triste, mi hermana, a quien yo amaba y amo todavía y a quien no dejaré nunca de amar. Es la cosa más natural del mundo amar a la propia hermana, la única mujer que es de tu misma sangre, la única que puedes comprender y que te puede comprender hasta la oscuridad de las vísceras.
No entiendo por qué no todos los hermanos aman a sus hermanas como se debe, como está previsto en el código secreto de la más triste felicidad.
No entiendo la vida de los demás y ellos no entienden la mía. Así de simple.
Vivimos en el mismo planeta, pero ahí donde ellos ven un color, yo veo otro. Deseaba la felicidad, la mía y la de mi hermana, nada más. Sé que Dios está de acuerdo conmigo, sé que aprueba mi elección. Cada domingo enciendo velas en honor a la Santa Virgen para la cual lo imposible se volvió posible. Y digo: gracias. Y de nuevo: gracias.
Gracias porque, si bien por poco tiempo, yo y mi hermana conocimos la felicidad. Yo amaba a Ada y ella me amaba. Y juntos cantábamos en nuestra vieja casa oscura y desordenada, llena de extraños objetos que papá había traído de sus viajes: un lugar ideal para esconderse!! Por lo demás, mi padre no estaba casi nunca. Antes de partir, nos dejaba en manos de una vieja nodriza ciega y sorda, por lo tanto, estábamos libres!! No echábamos de menos a nadie, ni siquiera a la mamá que nos había dejado hacía tanto tiempo que nadie se acordaba de ella. Lo que era importante entonces, y lo es aún, es ella, Ada, mi adorada, mi música.

Ah, cuánto tiempo ha pasado desde cuando murió mi hermana, dejándome como un trozo de carne trémula, solo en esa casa donde habíamos sido felices. ¿Como pudo, me pregunto todavía, irse sin decir una palabra? Te llevaste mi alma, hermana, si bien ciertos filósofos contemporáneos sostienes que nos hemos equivocado y que no existe. En cambio, yo sé que existe, o mejor dicho, existía. Luego, se la comió mi hermana y ahora está dentro de ella, yo estoy dentro de ella desde hace más de cincuenta años, dentro de mi hermana que siempre acogió con alegría el alma y el cuerpo de su hermano. Así tenía que ser y así fue y, en un cierto sentido, todavía lo es. Nada ha cambiado y nada cambiará nunca.
Sólo después de la muerte de Ada comencé a escuchar música. Porque ella tenía una linda voz y le gustaba cantar. Porque cuando la escuchaba me sentía menos solo y, algunas veces, logro incluso escuchar de nuevo su voz. Yo no quería dejar esta casa. No quería ir al colegio ni tampoco, después, a la universidad. No quería una profesión, una vida, una mujer. No quería traicionarla, sino ser fiel para siempre a nuestro magnífico soñar.
Pero mi padre insistía. Quería que fuera notario como él y no tuve la fuerza de oponerme a su voluntad de león. Al final fui notario como él. He pasado gran parte de mi vida en una oficina, detrás de un escritorio con una camisa blanca bien planchada resolviendo problemas de los que no me importaba nada.
Santa indiferencia!! En un cierto sentido era mejor no tener que pensar durante el día en mi Ada. Probablemente me hubiera muerto si no hubiera estado obligado a ir en la mañana a la oficina donde me trataban con respeto, llamándome licenciado o notario y donde todos los problemas de la vida eran fáciles y resolvibles. Estaba bien así, hasta las cinco de la tarde funcionaba bien así. Luego empezaba mi verdadera vida. Nunca he traicionado a mi hermana. Siempre le he sido fiel.

Hace calor en Lima, hace siempre calor, como hace calor en este avión!! Me falta la respiración, quiero beber algo y por esto llamo a la azafata. No, agua no, necesito algo más fuerte, emborracharse es uno de los placeres más sublimes del mundo, señorita, le hace bien a este viejo que soy yo y que no sabe donde está yendo y por qué.

No es verdad.
Obviamente lo sé.
¿Quiere que le diga algo, señorita? Usted que es tan joven y bella, tal vez demasiado delgada, tal vez demasiado rubia y tal vez demasiado sonriente. Usted no sabe lo que le espera!! Su espantosa ignorancia me preocupa y, por esta razón, le deseo con todo mi corazón que, luego, la vida, en su infinita generosidad, le pueda conceder un verdadero dolor. La quisiera un poco menos rubia, un poco menos sonriente cuando sirve todas estas bebidas a los vulgares pasajeros de este avión, estas inútiles bebidas de color, porque lo único que vale la pena beber es el vino tinto. ¿Tiene un amante, cariño? ¿Es guapo su amante? Es justo que usted tenga un amante majo para hacer el amor en lugares románticos. Quédese tranquila, se lo digo yo, Vladimir Juan de la Vega, un hombre viejo cansado que por primera vez en su vida decidió viajar.
Lima-Dresda, solo ida, dije a machamartillo en la agencia de viajes no lejos de mi casa; después de una semana retiré el billete, lo pagué al contado y ahora estoy aquí por sobre las nubes, en vuelo hacia Dresda.

Me imagino que Dresda es una ciudad muy limpia.
Dicen que los alemanes son tan ordenados. Y que no se equivocan nunca y que son siempre puntuales. Que país!! Cuando pienso en Lima, me siento sofocar de calor y cuando pienso en mi hermana que en el cementerio monumental reposa, en paz, no sé.
Voy a verla todos los sábados por la tarde. Le llevo un ramo de flores según la temporada y en otoño enciendo velas y calmo su impaciencia siempre con las mismas palabras. Luego, luego, susurro en la blanca tumba, luego te alcanzaré, por mientras cuida de mi alma, Ada, adorada, verás que luego estaremos de nuevo juntos.
Más de una vez en mi vida me he sentido tentado de escribir una poesía, pero nunca he cedido a esta pequeña tentación. He sido fuerte, me he comportado como un verdadero hombre, he opuesto resistencia a la belleza y, en cambio, he ejercido la profesión más gris del mundo. Así me he ganado la vida. Mis jornadas las he pasado en la oficina, en cambio, las noches las he vivido en casa con ella, escuchando música. La gran música europea, lo único en el mundo capaz de consolar nuestras almas angustiadas, que, según ciertos filósofos de moda, no existe. ¿Qué habría hecho en todos estos años sin el Réquiem de Mozart, las Suites para violonchelo de Bach y la Muerte de Isolda de Wagner? ¿Cómo habría sobrevivido?
Fue ella, la célebre cantante Irmgard Schmidt, gran mujer, divina soprano, la que me hizo aceptar el hecho que mi Ada hubiera muerto a los quince años por una difteritis mal cuidada.
Estamos en Lima, es decir, en la jungla.
En Dresda, seguramente Ada se habría salvado y nosotros estaríamos todavía juntos y ahora volaríamos juntos a Alemania.
Oh Ada – casi vieja como yo, con los reumatismos en las piernas y los senos fláccidos!! Pero, juro, si estuviera viva nos amaríamos todavía, como siempre, porque estábamos hechos el uno para la otra. Habíamos sido queridos y bien acogidos en este mundo de los horrores. Felices antes de la desgracia. Pero en Lima incluso las desgracias son un regalo. Se usa agradecer al Señor incluso por la suerte más atroz. Entusiasmo del naufragio. Un mar de velas que no distinguen entre la felicidad y la desgracia. Amor fati.
Toda mi vida he detestado Lima, de todo corazón.

Siempre hace calor en Lima.
Gracias también por el calor, Señor en lo alto de los cielos, gracias por haberme quitado el alma, tienes razón, sé que estás mil veces mejor en el regazo de mi amada hermana, mi alma que, como se dice, en verdad es sólo una invención.
Mi primer disco fue un regalo, un gesto gentil e indiferente. Según los amigos de mi padre, tenía que distraerme y, efectivamente, tenían razón. No teniendo un tocadiscos, al día siguiente compré uno. Desde entonces no pasa día en que no dedique todo mi tiempo libre a escuchar música. La música me ha salvado la vida.
No había escuchado nunca hablar de Tristán e Isolda. Y tampoco de una cantante de nombre Irmgard Schmidt. Me he demorado algún tiempo para aprender a pronunciar bien su nombre. Ahora lo sé. También he estudiado alemán, es difícil, pero al final lo logré. Naturalmente lo he hecho por ella. Para darle, en ese día en que por fin me habría decidido a viajar para escucharla cantar en vivo, mis felicitaciones en su lengua madre.
Ahora estoy yendo.
Canta mañana por la noche en la Semperoper. Según parece, es un teatro hermoso. Dan el Tristán, naturalmente. La escucharé y luego le haré mis cumplidos más sinceros. Le llevaré un lindo ramo de rosas blancas y le diré con el acento duro que tenemos los latinos: Sie waren wunderbar, Madame. Porque ella será wunderbar. Tiene que serlo, porque mañana por la noche entre el público habrá un gran admirador suyo, el notario Vladimir Juan de la Vega quien ha venido desde Lima para escuchar cantar a su hermana.

Desde pequeños hemos querido dormir en la misma cama yo y Ada. La había comprado mi padre en África. Era negra con alrededor una franja de inquietantes máscaras que durante la noche hablaban. Era así. Sin mover los labios, estas máscaras nos contaban siempre nuevas y complicadas historias. Había que prestar mucha atención, de otro modo de perdía el hilo y no se entendía nada. Ada y yo prestábamos mucha atención. Aprendíamos de estas máscaras todo lo que teníamos que saber de la vida y, cuando habíamos entendido todo, cuando estábamos listos para nuestro sublime pecado, improvisamente las máscaras enmudecieron. Era una cama muy sabia, nuestra cama. En grandes y hermosos nos transformamos, el uno para la otra, en su regazo oscuro y, cuando finalmente llegó el momento, fuimos amantes. Y cuando nos amábamos, las máscaras cantaban, tú cantabas para mí y yo cantaba para ti y nuestras noches no acababan nunca.
No acababan nunca hasta que tu te fuiste y yo empecé a vestir camisas blancas y bien planchadas y a ocuparme de las cosas más indiferentes del mundo. Después de la muerte de Ada, las máscaras dejaron de hablar y de cantar y, como no lograba soportar ese improviso silencio, un día rompí nuestra cama y la boté a la calle. Alguien hubo de llevarse los pedazos porque a la mañana sucesiva ya no estaban. Espero que ahora cantes de nuevo en esa cama, nuestra cama. Era negra. Como los cabellos de mi hermana. Por un buen tiempo dormí en el suelo, luego compré una cama de madera clara, una cama cualquiera, estrecha, casta, sólida, la cama de un hombre destinado a la eterna soledad.
El amor lo he hecho en otras camas, sin mirar nunca a la cara a quien estaba debajo mío. He hecho llorar a las más lindas putas de Lima. Lloraban por ti, Ada, porque tu te moriste y ellas vivían y cada una de ellas, por lo menos en el instante más lindo, habría dado la vida para que tu resucitaras de los muertos. Pero ni su llanto fácil ni mis duras lágrimas te han traído de vuelta. De piedra habría querido ser cuando te llevaron lejos, y así me había vuelto, de piedra, y sólo más tarde habría de volver a mí la sangre de los vivos, el hambre, la sed y el deseo. Más fuerte, más feroz que nunca volvió a mí el animal nocturno, un monstruo de siete cabezas, pero sin ni siquiera un alma. Porque mi alma te la llevaste tú, Ada.
Es por ti, Ada, que han llorado las mujeres de Lima, las de la calle, las últimas de las últimas, furunculosas, llenas de cicatrices, las que mueren jóvenes, sucias, beatas, echadas a una fosa común sin ni siquiera una flor. Por ti han llorado y se volvieron bellas las hermanas que nunca has conocido, qué lástima, Ada, porque eran como tú, porque mi amor ha soplado en su regazo tu alma.

Luego comencé a escuchar el Tristán>, la Isolda cantada por Irmgard Schmidt, divina voz, lejana Alemania, cuántos pecados por haber amado sólo una vez en la vida!! Me consolaba el trágico fin de los dos amantes. Escuchaba tendido en mi nueva cama que no recordaba el gemir. Escuchaba y escuchando, lentamente, te olvidé, Ada. Me conseguí todos los discos que la Schmidt había grabado y mi colección muy luego creció y se completó. Quería saber todo de ella y por años no me ocupé de nada más. En la mañana iba a la oficina y, una vez de vuelta a casa, me acostaba en la cama a escuchar la voz de mi hermana. El sábado y el domingo ni siquiera me levantaba, sólo en la noche bajaba a la calle para comer, de pie, un pollo a la brasca y una sopa caliente de batatas. Algunas veces, un helado de vainilla como postre. Hace calor en Lima, demasiado calor para un hombre que toda su vida a adorado las tierras nórdicas, el frío y el viento. Irmgard Schmidt.
Me gustaba no sólo su voz, sino también su nombre. Encuentro que hay algo sólido en eso. Algo que me hace pensar inmediatamente en una mujer alta y robusta de sanos principios morales. Con cinco hijos robustos y rubios y un buen marido muy serio y, en todo esto, había algo tan infeliz que habría querido llorar por la vida de Irmgard, así como lloré por la muerte de mi Ada.

Pobre Irmgard!!
¿Por qué no te ha amado tu hermano? ¿Por qué no ha rozado tu brazo cuando tenías trece años temblorosos? Ah, cómo habría sido todo divertido ¿verdad? No habrías tenido que cantar en todo el mundo si hubiera estado yo, Vladimir Juan de la Vega, tu hermano.
Afortunada mi Ada que podía permitirse cantar sólo cuando tenía ganas!! Era floja, mi hermana, le gustaba dormir hasta muy tarde, en casa no sabía hacer nada, sabía sólo hacerse amar y nada más. Espérame, querida, espérame en nuestra cama susurrante, cuidando pacientemente tu gran deseo. Estoy llegando.
Mañana por la noche – tú todavía no lo sabes – estaré contigo.

Es verdad, ha pasado tanto tiempo, pero la vida no ha cambiado.
Cuando miro enrededor, veo que todo sigue como antes. En la cara de la gente leo el mismo tormento y la misma indiferencia de entonces. Veo a las mujeres jóvenes, con las faldas cortas y en ellas veo a la mujer de bien o a la futura adúltera, algunas veces las veo a las dos, superpuestas, y la ternura y el disgusto me llenan de golpe y me quitan la respiración. Son siempre las mujeres más hermosas las que me hacen llorar, porque es el dolor el que crea la belleza, mientras que la indiferencia vuelve al hombre feo e insignificante.
Amo a Ada, Dios me es testigo, pero amo también a sus hermanas en el espíritu, amo a todas las mujeres que están indefensas frente al amor, amo a quien piensa, mientras lava la ropa, en su propia desnudez como a una promesa o un regalo maldito, amo a quien cae en el amor como en un pozo y amo a quien canta para su amor, como tu cantaste para mí un tiempo.
Ada, Irmgard, tiempos lejanos, tierras lejanas, estoy volando yo, Vladimir Juan de la Vega, sobre las nubes para llegar hasta ustedes y darles un abrazo que nos costará no menos que la vida!! La vida, poca cosa en fin de cuentas.
Quiero sentirlas cantar una vez más.
No volveré a Lima. De ahora en adelante daré mis paseos en Dresda. Triste ciudad, toda destruida por la guerra, cuántas heridas abiertas y semi-cerradas, cuántas cicatrices, cuántos furúnculos en los cansados rostros de las mujeres Lima y de Dresda que se venden en las calles como si pudieran calmar la sed de los hombres, la sed de amor.

¿Cuánto cobra generalmente, señorita? ¿Cuál es su precio? ¿Seguiría a este viejo cansado a su hotel? ¿Estaría dispuesta a cantar para él? ¿A acostarse a su lado? ¿A soportar los insultos más obscenos del mundo porque usted está viva y su hermana, muerta?
Porque la vida se va con gran ruido dentro y gran silencio afuera. Porque a Ada, a mi Ada, no la veré nunca más.
Porque Irmgard no ha sido tocada por su hermano cuando tenía trece años tremulantes.
Porque es sólo música, la más ligera de las artes que va y viene y no deja ninguna huella de sí. ¿Vendría conmigo, señorita?
Veo en usted el deseo de hacer que la hieran. Siento que ella sabe – probablemente sin saberlo – que el dolor es necesario para venir a este mundo horrible. Escúcheme bien: tal vez ésta es su única oportunidad. La gran oferta que la vida ha reservado para usted. Deténgase un momento. Reflexione bien.
Son las mismas palabras que le dije a Ada entonces, hace tanto tiempo, y ella entendió inmediatamente.
No se asuste, señorita, por favor. Podemos apagar las luces. El dinero no es un problema. Soy un hombre rico y no sólo eso. Soy un hombre que sabe llorar y usted necesita estas dos cosas, dinero y lágrimas.
No se preocupe, no importa si no sabe cantar. Cantaré para usted. Cantaré yo para Ada y para la pobre Irmgard que no ha sido bastante amada. Al final ¿qué importan los aplausos? Cuando las luces se apagan, el teatro está a obscuras, a obscuras como esa habitación en la que dos niños en una cama susurrante inventaron la palabra amor.
A-m-o-r. ¿Usted sabe qué quiere decir, señorita?

Stefanie Golish nace en 1961 en Alemania. Se titula (1987) y sigue un curso de doctorado (1991) en letras en la Universidad de Hannover. Publica en el ámbito de la critica literaria monografías sobre Uwe Johnson (1994) e Ingeborg Bachmann (1997), y, desde 1998, también cuentos y traducciones del italiano y del inglés (Antonia Pozzi 2005, Charles Wright 2007, Gëzim Hajdari en curso, Cristina Campo en curso). También ha publicado Vermeers Blau (cuento, 1998) y Pyrmont (cuento, 2006) y numerosos ensayos, cuentos y traducciones en revistas literarias en Alemania y Austria (“Neue Rundschau”, “Akzente”, “Sprache im technischen Zeitalter”, “Ostragehege”). En 2002 recibe el Premio literario Würth. Desde 2007 es redactora del blog literario www.lapoesiaelospirito.wordpress.com.
Traducido por A.M. Gabriela Bustamante Escobedo

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Anno 6, Numero 26
December 2009

 

 

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