“Nos sentimos extraños y, en un cierto modo, desanimados,
cuando nos damos cuenta que hemos sido malditamente felices,
incluso cuando no lo sabíamos."
Faithless: Tales of Transgression, Joyce Carol Oates, (Misfatti, en la edición italiana de Bompiani 2003)
Ahora que mi madre ha muerto, siento una nostalgia infinita por esta casa. Cierro los ojos y me parece escuchar todavía su voz que me llama desde la cocina diciéndome que el desayuno está listo: ahora, existe sólo el ruido de una vieja nevera.
Un tiempo, aquí vivían mis abuelos. Luego llegó ella, se casó y vino a vivir aquí con mi padre; nací yo, mi hermana y, luego, como en un ciclo inevitable, mi madre quedó sola. Las familias nacen, crecen y luego mueren. Sólo esto. No sé por qué comencé justamente de su habitación a llenar las cajas. Tal vez es un modo para estarle todavía un poco cerca, para escuchar una vez más su voz.
En el armario están todos sus vestidos que desde siempre le veía ponerse; incluso los que no usaba desde hacía años. Me parece imposible que puedan existir sin ella. En el estante interno, arriba, veo una vieja maleta de cartón que no reconozco. La tomo y la coloco en el suelo; no es pesada. Con la mano la limpio del polvo. Está un poco deformada; el candado de latón oscuro está abierto. Adentro hay tres objetos: un libro de colegio, un colgante y una vieja pipa.
La pipa, ennegrecida y lisa, era del abuelo. Hoy me parece que él también se ha ido hace poco tiempo. Murió que yo ni siquiera había cumplido dos años. De él me acuerdo sólo la mirada cómplice cuando me preguntó si quería un helado, después de una regañina de mi mamá. Me quería. Es todo lo que sé de él, y es bastante. O quizás no. Me la acerco a la nariz y descubro que, después de tantos años, todavía tiene olor a tabaco.
Cojo el libro entre las manos y busco una página bien precisa, después del capítulo sobre los diagramas de Eulero-Ven. Todavía está allí, todavía está escrito ahí: el nombre de la chica de pelo largo y negro que se sentaba en primera fila. Durante el recreo no comía bollitos del “Mulino bianco”, sino manzanas rojas. Tenía un cuchillo para pelarlas y, todos los días, después de comerse la manzana, iba al baño a lavarlo. Todos creíamos que era una pobre diabla que no tenía dinero para comprarse los bollitos, pero a mí no me importaba. De vez en cuando iba a pedirle una raja y ella me daba la mitad.
El colgante plateado en forma de corazón era de mi hermana menor; se lo habían regalado para Navidad. Un día, yo cursaba los últimos años de la EGB, no se cansaba de pedirme que jugara con ella y yo, por desquite, se lo escondí. Me pidió que se lo devolviera y luego comenzó a llorar desesperadamente. Cuando mamá me lo pidió le juré y rejuré que yo no había sido. Ahora, si ella estuviera aquí le diría la verdad.
Cierro el armario. Trato de encerrar los recuerdos adentro de la maleta y me la llevo. Bajo a la cocina. Abro la vieja nevera y de inmediato retrocedo para evitar la tufarada de algo que se ha echado a perder. Cuando el mal olor se atenúa, me acerco. Me doy cuenta de cuán diferente es esta nevera de la mía; no hay innumerables paquetes de colores apoyados uno sobre otro. Sólo algunos cartuchos, agua, una olla con carne que ha sobrado, un trozo de queso, grande y fragante. Cojo de un cajón una bolsa para la basura y boto casi todo. Dejo sólo el trozo de queso, no tuve el corazón de botarlo; lo tomo y busco en rededor un lugar para colocarlo. Veo la maleta, la abro y lo meto allí, junto al libro, al colgante y a la pipa. Irrespetuoso. Me pongo a reír. Al ver todos esos objetos juntos no puedo no echarme a reír. Recuerdos y queso. Miro alrededor un momento, cojo la basura, la llevo hacia afuera.
Traducido por: A.M. Gabriela Bustamante Escobedo