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el querido bebé

aurora filiberto hernàndez

Dos semiesferas de plástico, una de color amarillo claro y la otra transparente, formaban una pelota apenas un poco más grande que una canica. Adentro se veían tres pequeñas perlitas, una azul, una rosada y otra blanca. La canica tenía también un manguito de plástico flexible. Era el cascabel del muñeco de mi hermana. Cuando era chica, cada niña tenía su muñequito, su querido bebé. Para tenerlo había que ser una niña delicada, una niña con las ganas de ser mamá. Mi madre decía que yo era ruda, que no me merecía un querido bebé porque más de una vez me pilló tratando de abrir el cascabel del querido bebé de mi hermana o tratando de romper contra el suelo las canica de mi hermano para liberar esas formas coloreadas que se veían adentro y que yo no veía la hora de tocar; y porque mi osito de peluche, que tenía que estar sobre mi almohada, siempre terminaba en el suelo debajo de mi cama. Pero mi hermana, cuatro años más grande que yo, siempre había tenido su querido bebé, suave y perfumado, siempre encima de la cama, o en sus brazos, vestido con un mono fantasía, con unos payacitos que saltaban y tantas florcitas de colores.

Cada año, en la escuela, se establecía un día en que las niñas que recibían la preparación para la primera comunión, tenían que llevar a sus queridos bebés para que los bautizaran; cuando tocó a mi hermana, ella muy emocionada, el día antes del bautismo, se quedó despierta hasta tarde preparando tarjetas de recuerdo para darle a la maestra y a sus compañeras de clase. En las tarjetas escribía la fecha del bautismo, el nombre que le había dado al muñequito y también el de la madrina, una íntima amiga suya que se llamaba Katiusca. En esa ocasión, mi mamá vistió al querido bebé con vestidos que habían sido nuestros cuando recién nacidas. Después de que fue bautizado en la escuela, por un verdadero sacerdote, el muñequito fue tratado, más que nunca, como un verdadero niño. Si antes mi hermana apenas me permitía tenerlo en brazos, ahora no me dejaba ni siquiera tocarlo. Yo no veía la hora de jugar “al hospital”. Era un juego al que jugábamos algunas veces, mientras nuestros padres dormían la siesta. Nos encerrábamos en nuestra pieza y nos imaginábamos que estábamos en una pieza de hospital, yo era la enfermera y ella era la mamá, el querido bebé era el neonato. Aprovechaba para tenerlo en brazos usando cualquier astucia: “no señora, usted está todavía muy débil, el médico ha dicho que tiene que descansar, por lo tanto, el biberón al niño se lo doy yo”.

Una mañana de Navidad me desperté y encontré en mi cama, envuelto en una pequeña manta amarilla, un querido bebé para mí. Tenía la cabeza cubierta de cabellos blancos y una expresión en la cara realmente desagradable. Tenía la boca abierta y la mirada desesperada, su rostro estaba lleno de arrugas, ésas que se forman cuando se grita desesperadamente. Tenía un querido bebé llorón al que traté de querer, al menos cuanto quería al de mi hermana, el cual, en cambio, tenía el rostro sereno de un niño que está por quedarse dormido y en la cabeza pequeños dibujos que imitaban, a la perfección, la suave pelusa de los recién nacidos. Pero, aunque me esforzara, no lograba amar a mi querido bebé de la cara infeliz y el día de su bautizo no tuve ganas de preparar tarjetas de recuerdo ni tampoco le busqué una madrina. Me acuerdo que esa mañana le había puesto un capillo en la cabeza para esconder sus cabellos blancos y que mi hermano se puso a reír diciendo: “Tu muñequito parece una vieja a la que hay que darle de comer”. También mi padre, que nos tenía que acompañar, se puso a reír. “Qué feo es”, dijo mi hermana, que en ese período cursaba los últimos años de la EGB, “si fuera tú, llevaría una barbie para el bautismo, en vez de ese pequeño monstruo de las nieves”. A todo esto, tengo que añadir que ella nunca le había hecho ni siquiera un cumplido a mi querido bebé y nunca me había pedido tomarlo en brazos, y que todavía yo prefería el suyo al mío y cuando le rogaba que me lo prestara ella se negaba, a pesar de que ya no jugaba más a las muñecas.

Mi hermana murió cuando tenía veintidós años de un oscuro mal que había empezado a manifestarse cuando tenía diecinueve. El día en que la enterramos, a mi madre, muy entristecida, se le ocurrió ponerle al lado a su querido bebé, por todo el cariño que mi hermana le había dado cuando era niña. Pero al final, mi madre renunció a esa idea porque algunos meses antes una pierna del querido bebé se había despegado y todavía mi padre no se la había arreglado.
Miraba la cama de mi hermana, con las sábanas intactas, que mi madre seguía cambiando con la misma frecuencia con que cambiaba las mías; esa cama siempre al lado de la mía con encima el muñequito estropeado y solo, sin la muchacha que, por tanto tiempo, había jugado a ser su mamá. De ella echaba de menos su voz, a pesar de las peleas que teníamos cuando éramos pequeñas, nos habíamos contado siempre todas nuestras cosas y teníamos muchos secretos de los que hablábamos todas las noches cuando las luces de la casa se apagaban y los demás dormían. A veces me despertaba de noche y me daba cuenta que en la pieza faltaba el ruido de su respiración. Entonces lloraba porque a esa hora era peor la conciencia de su muerte. Después de casi dos años, al muñequito se le cayó la cabeza, había sucedido una vez en que mi madre estaba haciendo nuestras camas, una hemorragia de trozos de algodón le salía del cuello. La mamá puso al querido bebé adentro de una funda de algodón que cerró con una cinta rosada, colocando el paquete en la parte superior del armario de nuestro dormitorio. “Sé”, me dijo, “que existe una tienda que se llama la clínica de las muñecas, luego buscaré la dirección para que le peguen la cabeza y le arreglen de una vez por todas esa pierna”.

Ya no vivo con mis padres, han pasado tantos años que podría ser la mamá de mi hermana y mi madre, su abuela. La última vez que llamé a mi mamá para Navidad nos pusimos a recordar a mi hermana y a su querido bebé y ella, muy tranquila, me dijo que todavía tenía que buscar la dirección de esa clínica de las muñecas.
Logro imaginarme el paquete de la funda atada con la cinta rosada en nuestro armario de niñas con adentro el querido bebé de mi hermana y mi madre que aún cambia las sábanas de nuestras camas. Por lo que respecta a mi querido bebé, no me acuerdo cuándo dejé de verlo, tal vez se perdió o bien lo había descuidado tanto que mi madre, al final, lo regaló a las hermanas de la caridad y así terminó en los brazos de alguna niña pobre. Recuerdo la mañana de su bautismo, apenas antes de ir a la escuela me devolví y lo boté encima de la cama, luego cogí a mi barbie y la llevé a la escuela para que la bautizaran. Recuerdo como estaba vestida: minifalda fucsia, camiseta sin mangas a rayas verdes, amarillas y rosadas, tacones y la visera blancos. Había seguido el consejo de mi hermana y no me arrepentí.

Aurora Filiberto Hernàdez nace en Tumeremo, en el estado Bolivar en Venezuela, el 28/07/1968. Después de haberse licenciado en letras en la Universidad Central de Venezuela, se radica en Italia por motivos familiares. Ha publicado poesías y cuentos en algunas revistas venezolanas como: Casa de la Cultura de Guayana, Centro de Estudiantes de la Escuela de Letras y La Cueva del Ratòn, revista del laboratorio de escritura de la Biblioteca Nacional de Caracas, en el que ha participado. Actualmente enseña español en la enseñanza superior. Algunos cuentos suyos han sido publicados en la revista on-line Sagarana. Una antología suya de cuentos inédita ha sido señalada en le concurso “Popoli in Cammino” (Pueblos en camino) en la edición de 2008.

Traducido por: A.M. Gabriela Bustamante Escobedo

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Anno 6, Numero 24
June 2009

 

 

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