A
“¿Qué estamos haciendo aquí?”, preguntó Alí Gomaa, llamado Bagdad, mirando hacia abajo.
“Pero ¿cómo? Fuiste tú quien insistió por venir”, respondió Nino.
Un edificio muy alto y vacío. En otras palabras, un hoyo que se desarrollaba no hacia el centro de la tierra, sino hacia arriba de ella.
Sobre cada una de las cuatro infinitas paredes verticales un ir y venir de montacargas en filas paralelas.
Simples plataformas. Sin protecciones para los usuarios.
Nino y Alí se encontraban en uno de estos ascensores primordiales y estaban subiendo.
“¿A dónde vamos?” preguntó de nuevo Alí.
“Pero, ¿qué? ¿es la hora de las preguntas existenciales? Subimos, ¿no ves?”.
El movimiento parecía, y tal vez lo era, lento. Sin embargo, la subida provocaba a Alí esa especie de sensación de vacío que se siente cuando se sube rápidamente hacia arriba.
Alí se dio cuenta que tenía en la mano una cuerda y un martillo.
Nino tenía unos clavos y una grande tenaza.
Eran bomberos y esos objetos podían corresponder a herramientas del oficio.
Al improviso, Alí se apoderó de Alí una duda: “¿Somos bomberos, cierto?”.
“Pero, ¿qué te pasa hoy? ¡Me das miedo cuando te comportas de este modo! No me gustan estas bromas, lo sabes”. Nino se estaba poniendo nervioso.
Se acordaba de Nino. Era su compañero desde siempre. Pero ¿de qué? Bomberos, eran bomberos, pero quizás por qué no usaban uniformes...
Lo que no entendía era cómo había llegado hasta allí. ¿Amnesia?
Nino pareció descifrar su mirada interrogativa: “Dos días atrás te golpeaste violentamente la cabeza, es por esto que te sientes confundido. Los doctores en el hospital dijeron que habrías sufrido por algunos días vacíos de memoria. No te preocupes. Y luego, caray, es colpa tuya, que no quisiste ponerte de baja!!”.
Ah, sí, el golpe en la cabeza. Había ocurrido mientras salvaba a un niño que se había quedado atrapado en un edificio ruinoso. Le había caído un trozo de cornisa sobre el cráneo. Meno mal que Nino había logrado tomar al niño de los brazos de Alí y sacarlo de allí. Que extraño. Un recuerdo mudo en la oscuridad.
“El terremoto – se iluminó Alí – ¡Hubo un terremoto!”
”Desgraciadamente sí, Bagdad. Es por esta razón que no pudimos dejarte en casa a dormir. Por todas partes es un infierno. Media ciudad se ha derrumbado”.
Media, menos ese edificio, que seguía perfectamente íntegro. Observó por algunos minutos. Ni una grieta, ni una hendidura, a una primera ojeada superficial. Pero podía no ser así. La estructura podía estar ruinosa. Tal vez había fuego en alguna parte.
“¿Estamos yendo a apagar algún incendio?”, preguntó Alí, tanto para decir algo.
“¿Sin agua? Si sigues haciendo estas preguntas, Bagdad, creo que terminaré por darte yo un leñazo en la cabeza”.
”Y entonces ¿a dónde vamos?”
“Pero ¿no te acuerdas Alí? Estamos en misión secreta. Vamos a hacer volar las cargas”.
“¿Las cargas?”
Mientras, el ascensor seguía subiendo, pero no se veía la llegada.
De vez en cuando se cruzaban con otros ascensores, en subida o en bajada. Cada uno de esos se movía a una velocidad distinta, pero no había ningún otro pasajero salvo ellos.
Motivos de seguridad, probablemente. Alí reflexionaba y reflexionaba sin darse paz. No lograba recordar porqué estaba ahí, no lograba identificar perfectamente a Nino, no podía entender porque, con un nombre corto como Alí, le habían dado el sobrenombre de Bagdad. Y, además, él era originario de Egipto y no de Irak. Se acordó del templo de Ashepsut en uno de los tantos días de sol de su tierra.
Pero ¿por qué el edificio estaba completamente vacío? ¿Qué significaban todos esos montacargas que corrían como locos por esos cuatro largos muros? Estaba en un foso que precipitaba al contrario, de la tierra hacia arriba en vez de ir hacia abajo.
El porrazo que Alí había recibido en la cabeza debía de haber sido realmente fuerte.
“No me acuerdo bien de qué misión se trata”, dijo a Nino.
“Yo tampoco – respondió su compañero – Si lo hubiera sabido, probablemente no habría aceptado. Nos dijeron solamente que llegáramos hasta la cima y que, una vez que estuviéramos ahí, habríamos entendido”. Nino apuntó con el dedo hacia arriba.
Parecía que faltaba poco, pero ninguno de los dos lo hubiera jurado. Era como si la parte terminal estuviera envuelta en la niebla, como si no hubiera visibilidad. Extraño, dentro de un edificio. Por lo demás, también el mismo edificio era extraño. Inexplicable su función, como inexplicable era la función de ellos.
Eran dos partículas en un hoyo que parecía el abismo. “En fin de cuentas, el abismo no es sólo una infinita bajada. Es también una infinita subida.”, observó Bagdad.
“¿Te sientes bien? ¿Todavía tienes mareos?”, preguntó Nino.
“Sí, tiene que ser por esto que me siento un filósofo”. Alí miró hacia abajo y no logró entender dónde iniciaba el pavimento, y ni siquiera si había un pavimento. Muy lejos, parecía que había un espiral, como un remolino que se enrollaba sobre sí mismo dando origen a paredes infinitas. Tal vez era sólo un efecto óptico del pavimento.
”Quizás el trauma craneano”, pensó en voz alta.
“¿Qué estás diciendo?”
“Nada, Nino. Nada”. Esta vez cuando pronunció ese nombre se lo recordó como familiar, como si lo hubiera dicho miles de veces, como si las dos sílabas se separaran directamente de un filamento de su propio ser. Sí, era un amigo. O bien, su ser ya estaba todo deshilachado.
La misión era, entonces, subir.
“¿Por qué crees que este lugar esté hecho así?”
“Ninguna pregunta, Alí. Concéntrate en la subida”
“Tenemos que hacer volar las cargas. Y de prisa”. ¡Los ingenieros artificieros! ¡Ése era su trabajo! Al final se había acordado. Pero ¿qué cargas tenían que hacer volar? Ni siquiera tenían los instrumentos para hacerlo.
“¿Están también arriba?”, preguntó.
“¿Qué cosa?”, preguntó Nino.
“Los instrumentos”.
“Ah, veo que te está volviendo la memoria. De todos modos, están ahí, a tu lado”.
“¿Dónde?”. Alí miró hacia abajo y vio que efectivamente había un bolsón rojo con delgadas franjas azules. Habría jurado por Dios que hasta hacía un minuto no estaba, pero, tal vez, vistas sus condiciones mentales, era mejor no comprometerse con el Padre eterno. Se agachó para abrirlo.
“Llegamos”, dijo Nino.
El montacargas se estremeció. Más aún, pareció que todo el edificio temblaba. Alí sintió un violento mareo, dio un grito y se desmayó.
B
“Alí! Alí! Córcholis, Bagdad, abre los ojos!”
Las palabras atravesaron la burbuja de inconciencia en la que había caído Alí, que se despertó. ¿Había dormido o su adormecimiento había sido un sueño? Al pobrecito le costó recuperar el control de los miembros y de la palabra, se puso de pie con mucha fatiga y chapurreó un “Estoy mareado”.
“Pobre Alí, te sientes bien mal, ¿no? ¡Ánimo! Dentro de algunos minutos llegamos a la planta baja y te acompaño al servicio de urgencia”..
“Pero ¿cómo planta baja? ¿No teníamos que subir?” Alí estaba confundido. Echó una ojeada hacia el montacargas y le vino la náusea.
“Confía en mí: estamos bajando”, repitió Nino.
Bagdad se cubrió la cara con las manos y se restregó los ojos con la punta de los dedos. Al final, su vista se había nublado aún más. ¿Habían llegado a su destino, o no?
“¿Qué hicimos en el techo? Preguntó a Nino.
“Lo que teníamos que hacer. Ni más ni menos”.
“¿Hicimos volar las cargas?”. Comenzaban a aclarárseles las ideas, agrandes rasgos.
“Obvio”.
“Pero aquí parece que no ha pasado nada. Ninguna grieta, ni siquiera un grano de polvo volante”.
Bagdad pensaba que, como consecuencia de la explosión en el techo, dentro del edificio tendría que verse algo de extraño. En cambio, no.
Alí miró hacia abajo. El bolsón estaba ahí, tal como antes. ¿Que motivo había para que fuera diferente? También Nino era idéntico a como era antes – y ¿en qué debería haber cambiado? – aparte de que tenía las manos negras y la ropa menos limpia. Sus manos también estaban negras. El techo debía de haber estado sucio.
Se acordó de haber estado a menudo en esas condiciones y, por lo tanto, tenía que ser parte de su trabajo.
Pero, qué había hecho exactamente, qué es lo que habitualmente hacía no lograba recordarlo. Era como si su existencia se concentrara en la ida y venida, y el hecho de estar a nivel del suelo y en la cima fuera un accesorio. Sentía más la opresión en los pulmones generada por el movimiento del ascensor que el cansancio de su actuar cotidiano. “Se ve claramente que soy un bombero filósofo”, masculló.
“Poco, pero cierto, mi querido Bagdad”, dijo riéndose Nino.
“¿Y la misión?”
“Era hacer volar las cargas ¿no te acuerdas? Madre mía, Bagdad, fue bien fuerte el porrazo”.
“¿Crees que tengo que ir a la urgencia?”
“Te había dicho que te acompañaba yo, ¿no te acuerdas? - Nino ya estaba desconsolado – Está bien, no hablemos más”.
Pero Alí insistía para entender: “Entonces, Nino, resumiendo, llegamos hasta la cima sin que yo me haya dado cuenta e hicimos volar las cargas, tú y yo, - corrígeme si me equivoco – y ahora estamos regresando hacia la ciudad devastada por el terremoto”.
“¿Te es todo claro hasta aquí?”
“Sí, pero ¿el resto dónde está? Ni siquiera sé si nos rendimos, si desistimos o si llevamos a cabo nuestra misión”.
“Pero si te he dicho mil veces que hicimos lo que teníamos que hacer”, resoplo Nino, que no sabía qué más decir, tenía ganas de darle una bofetada a ver si se reponía de esa insoportable crisis de identidad, pero en cambio se repetía a sí mismo que tenía que tener paciencia y que luego habrían llegado a donde un doctor. Nino tomó a Alí por el brazo y trató d sacudirlo. Alí se desmayó.
Cuando se despertó por la enésima vez con el enésimo dolor de cabeza, Bagdad se encontraba en la misma situación en el mismo maldito ascensor. Había una sola diferencia: Nino sangraba de la barriga, pero estaba de pie.
“Por Dios, Nino, ¿qué te ha pasado?”, se le acercó aterrado.
“No es nada, Alí, es sólo una gota de sangre”.
“Pero ¿cómo que una gota? Hay que parar la hemorragia, de inmediato”.
Alí se acercó a Nino, lo acostó, le dio de beber y trató de mirarle la herida.
Nino lo alejó con un gesto violento: “No me toques. Te he dicho que no es nada”.
“Te ruego, amigo mío, déjame que te ayude. Pero ¿cómo …?”
“Tampoco yo lo he entendido. Estaba aquí y al improviso un fragmento de metal me golpeó”.
“¿Un fragmento de metal? ¿De qué dimensiones?”. Alí temía que pudieran llegar otros más, pero sobre todo tenía miedo de quedarse solo. Le daba miedo ver a Nino que se cubría de rojo, porque ese hombre le daba seguridad, era el único punto firme en ese ascensor.
“No es nada, ya te lo he dicho. Dentro de poco estaremos en la planta baja e nos haremos visitar los dos. Pero ahora, déjate de cosas”. Nino no estaba enojado. Disimulaba su miedo, y más bien mal.
“Pero ¿qué hay allá arriba?”, preguntó Alí. Pregunta estúpida, porque tanto estaban bajando. La pregunta que llegaba a la garganta de Alí no podía cobrar cuerpo ni fuerza. La susurró a sí mismo para liberarse. “¿Qué hay allá abajo?”
C
“Perdóname, Nino, es culpa de esta maldita amnesia!!”, dijo y le dio un golpecito en el hombro.
Pero el hombro había desaparecido. Y también la espalda, y Nino. Estaba bajando junto a un ser incorporal. “Pero, pero, pero, pero tú no existes!!”. Alí no lograba respirar.
“Déjate de decir tonterías!!”, estalló Nino.
Bagdad miraba fijo a su compañero como a un fantasma. Porque, en efecto, era un fantasma, asesinado por un fragmento enloquecido disparado por la nada o bien nacido ya fantasma. Pero ¿durante la subida estaba vivo? “¿Alguna vez ha estado vivo? ¿Lo he conocido realmente?”. Alí se sentía cada vez peor, como si estuviera por desmayarse, tanto para variar.
Pero, ¿qué son esta bajada sin fin y esa subida sin fin en compañía de seres tan incorporales y tan extraordinariamente eficientes? Un pinchazo de alfiler pasó del cerebelo a toda la espina dorsal, tirándole todos los nervios.
“No entiendo”, murmuró. Incluso gritar no tenía mucho sentido, a ese punto. “Pero, por otro lado, mi abuela, que me crió por la falta de mis padres, me decía siempre que los documentos nunca se escriben hasta el final y que por eso hay que llegar hasta ahí, hasta el final, para saber”.
¿Saber qué? “Por ejemplo dónde está el final. Por ejemplo, por qué mi compañero es un fantasma. Casi me viene la sospecha de serlo yo también”. No, Bagdad no era un fantasma, por lo menos hasta el momento.
Alí estaba vivo.
Tal vez sufría sólo de un problema de doble personalidad que le confundía la mente. Era Alí y también Bagdad. O quizás el trastorno se extendía a una triple personalidad, la del fantasma Nino.
“Tal vez debería sencillamente lanzarme de este maldito montacargas y darme un buen mareo de una vez por todas”.
“¿Quieres acabar con todo?”, se intervino Nino.
“Ah, ¿pero todavía estás aquí?” Bagdad pensaba que por algún motivo Nino había desaparecido para siempre. En cambio, estaba ahí, su tercera personalidad, sangrante como siempre y, como siempre, sabia.
Improvisamente le dieron ganas de volver a Egipto: “Sí, apenas esté mejor, vuelvo a casa”. Apenas salido del abismo habría vuelto al desierto. Habría sólo mirado las nubes, sólo eso.
Y habría recordado, estaba seguro. En la cima, seguro, había una respuesta, pero no en la cima de esa larga caja en la que se encontraba. Debería estar en la cima del cielo, forzosamente.
En el esfuerzo de imaginar lo que ya le costaba percibir, se desmayó de nuevo.
“Alí, Bagdad, Alí, despiértate, diantre!!”, gritaba Nino.
“¿Eh, qué? ¿Qué pasa?”, Alí con dificultad abrió un ojo.
“Llegamos, Bagdad. Llegamos”.
“¿De veras? Y ¿a dónde?”
“A la planta baja, Alí, a la planta baja.”
“Entonces existía la llegada”. Alí sintió que las fuerzas le volvía y también le pareció que estaba detenido.
Se levantó, se miró enrededor y vio un pavimento.
“Tengo miedo de bajar”, confesó.
“Y ¿por qué?”, se asombró Nino.
“No sé. Me acuerdo sólo de Egipto”. Dijo una tontería, tanto para decir algo. Pero, pensándolo bien, era cierto. Se acordaba sólo de Egipto.
Se quedó pensando un buen tiempo antes de pisar el pavimento y abandonar definitivamente el montacargas. Ahora que estaba de nuevo en la planta baja casi sentía tener que abjurar a la posibilidad de otro inexplicable viaje hacia arriba.
“Muévete, que la ambulancia nos está esperando”, lo tironeó Nino.
“Pero si tú estás muerto. ¿A qué te sirve un hospital?”
“Oye, déjate de leseras y apúrate. Dejemos las discusiones para después”, concluyó Nino.
Alí, llamado Bagdad, con la sospecha de ser Nino siguió a su fantasma y salió de la escena, dirigido al servicio de urgencias más cercano. Todo se había resuelto, aparte de la duda sobre la sustancia de lo que hay arriba.
¿La verdad? Debería ser, a ojo de buen cubero, tener tres personalidades.
Es un lugar de pasaje sin salida, un ascensor que sube y baja y que no tiene la intención de llegar. Es un desierto con nubes de inconmensurable envergadura. Un momento de iluminada inconciencia.
La cima no existe. Existe solamente la subida.
Y aunque existiera la cima, a ella se llega desmayados.
Clementina Coppini nace en Milano. Se licencia en Letras clásicas, por muchos años escribe libros para niños para Dami Editore, entre los que se encuentra la colección "Mamma, raccontami una storia" (Mamá, cuéntame un cuento) y una serie de adaptaciones para niños pequeños de clásicos de la literatura, incluso la Odisea. Ha publicado La guida insolita di Milano (La guía insólita de Milán) y La guida insolita della Lombardia(La guida insólita de Lombardía) (Newton Compton), I Lombardi e i Veneti (Los lombardos y los vénetos) (colección guías xenófobas, Ediciones Sonda). A veces traduce textos del inglés para la colección “Il Battello a Vapore”. Actualmente trabaja para algunas revistas tradicionales y online ("mondointasca.org", "Vie del Gusto", "Genteviaggi", "Class", "Vivere") y, desde hace un mes, ha iniciado a publicar sus cuentos en el sitio dols.net.