Ese invierno en Moscú el clima fue sumamente rígido. Los grifos de los pozos colocados en los cruces de las calles del barrio estaban todos helados, y mi padre tenía que llenar los baldes de agua potable para uso doméstico, y luego acarrearlos en mi trineo, en el único y lejano pozo que funcionaba en el barrio.
En mi casa se economizaba el agua a más no poder: se usaba sólo para beber, cocinar y lavarse los dientes y la cara. El baño semanal mi madre se lo hacía en el hospital donde trabajaba y mi padre en las duchas de la fábrica.
Yo era el único miembro de la familia que necesitaba lavarse y, así, mi tía Valentina, hermana mayor de papá, le propuso a mi madre que me llevara a los baños públicos que ella frecuentaba habitualmente porque, como decía, el vapor la hacía sentirse bien y la rejuvenecía.
Yo tenía seis años y no había ido nunca a los baños públicos porque, hasta ese entonces, mi madre me había siempre bañado en una gran bañera en nuestra cocina, calentada por la estufa a leña. Mi mamá se preocupaba de las corrientes y ponía mucho cuidado a que la temperatura del agua fuera la justa, mientras el sudor le goteaba de la frente. Ante la propuesta de la tía Valentina pensé que los baños públicos eran un lugar muy bonito, porque la tía no estaba nunca cansada ni preocupada, sino siempre sonriente y llena e energía. Se decidió, entonces, que yo habría ido con la tía.
Ese sábado por la tarde llegó a casa con una gran bolsa llena como la joroba de un camello que recién había bebido, tal como había visto en un libro ilustrado que de inmediato fui a buscar para enseñárselo.
“¿Llevas adentro el agua para lavarte en los baños?” le pregunté mostrando la imagen del animal.
La tía se rió y me permitió revisar su bolsa: dentro había una gran toalla de rizo esponjoso a rayas rosas y celestes, una larga esponja de fibras de corteza y las frascas de abedul desecadas, atadas como una escoba, al fondo había puesto la ropa interior para cambiarse, pero mi tía me prohibió tocarla.
”Cuando estemos en la sauna, me harás masajes con las frascas de abedul”, dijo alegremente.
También mi mamá me preparó una bolsa con todo lo necesario, en la que puso por último mi patito con el que me bañaba siempre en la casa.
Las botas de fieltro, en cambio, me las sabía poner sola: había que sentarse en el suelo, meter el pie y tirar hacia arriba la bota; lo más difícil era no confundir la derecha con la izquierda porque se parecían mucho. Mi mamá había puesto un hilo rojo en la bota derecha y uno azul en la izquierda; bastaba prestar un poco de atención y no había problemas. Después de haberme hecho poner las botas, mi mamá me puso al cuello un elástico con los guantes cocidos en los dos extremos y encima el abrigo de ante con capuchón; una bufanda amarrada detrás, que me cubría la cara hasta los ojos, completaba mi vestuario.
Mi tía tenía un abrigo acolchado con algodón, calzaba como yo botas de fieltro y en la cabeza llevaba un chal de lana que le cubría toda la frente.
”¿Listas para la expedición a los baños públicos?” preguntó papá sonriente mientras, sentado en el sofá, leía un periódico.
Fuera de la puerta de casa el aire estaba helado, pero al inicio el cuerpo caliente no sintió el frío.
Colocamos nuestras bolsas en mi trineo y, tirándolo entre las dos, nos encaminamos por las callejuelas del suburbio.
Eran las tres de la tarde y alrededor nuestro, un reino blanco se contemplaba silenciosamente a sí mismo. En el cielo desteñido una bola naranja, imperturbable e indiferente, no emanaba ningún calor. Esa mañana había caído tanta nieve que había cubierto las calles, los tejados de las casas, los árboles y todas las superficies sobre las que se podía depositar. Su luz se difundía enrededor. Como un hada blanca, había sepultado la suciedad, cancelado las imperfecciones y, acariciando casas viejas y grises, parecía que les había restituido su primitiva juventud pureza.
El crujido del trineo sobre la nieve endurecida no molestaba la serenidad del paisaje, sino que estaba en armonía con el blanco silencioso que reinaba alrededor.
De vez en cuando encontrábamos a otras personas con trineos, sobre los cuales habían niños sentados que tenían en los brazos palanganas de lata o esmaltadas: “Vuelven de los baños, sus mamás son un poco difíciles y no se confían de las palanganas municipales”.
A dos de ellos la tía hizo la misma pregunta: “¿Hay tanta gente en los baños? ¿Cuánto tiempo habéis esperado?”
Le respondían con un entusiasmo de ganadores, porque ya habían superado la gran fatiga de la cola:
“Cuando salimos había más gente que cuando entramos, y nosotros tuvimos que esperar más de una hora”.
La tía me miraba preocupada: “Tendremos que esperar mucho, Natalia, ¿tú qué dices?”
Mi tía Valentina me llamaba siempre con mi nombre completo, en vez del sólito diminutivo, Natasha, y con ella me sentía más grande y más responsable.
”Esperaremos, tía, no estoy cansada. Pero, ¿me llevarás contigo a la sauna?”
”Sí, y ahí me azotarás con las frascas de abedul”.
Diciendo “azotar” la tía, si bien sonreía, me provocaba una cierta inquietud, pero pensaba que bromeaba.
Finalmente llegamos. Había adivinado que en ese largo edificio de tres pisos estaban los baños públicos porque afuera había una larga fila de gente que esperaba.
”¿Quién es el último?”, preguntó mi tía, poniendo la típica pregunta de quien llega último.
”Soy yo”, respondió un hombre pequeño con el colbac de cordero gris en la cabeza y un chaquetón acolchado, quien también tenía frascas secas de abedul atadas debajo del brazo.
”Tengo que azotar a él también? le pregunté en el oído a la tía, indicando con el dedo sus frascas.
Mi tía se echó a reír ruidosamente.
”Tal vez, mi niña, a él le gustaría, pero los hombres van de una parte y las mujeres de la otra”.
A pesar de mi susurro, el hombre había escuchado mis palabras y batiendo las manos en los gruesos guantes había confirmado benévolamente:
”Nosotros vamos al tercer piso y vosotras al segundo, pero luego todos juntos al primer piso al bufé a tomar cerveza”, y guiñándome un ojo agregó: “O una limonada”.
”¿Verdad tía que me comprarás una limonada?” En efecto era el sueño de mi infancia beber una limonada en un bufé; el hijo de nuestros vecinos, Boria, tenía sólo dos años más que yo y ya la había bebido dos veces con su padre y, por esto, había conquistado la admiración de los niños del barrio.
Después del tiempo de espera, que había transcurrido rápidamente porque había encontrado en la calle una placa de hielo sobre la cual deslizarme corriendo para acá y para allá, mi tía me llamó.
Entramos en un atrio espacioso con cielos altos. Había una cola también en el guardarropa, pero no tan larga como la que había en la calle. Cuando llegamos a la recepción, mi tía empezó a quitarme el abrigo de piel, luego se quitó el suyo y los entregó junto con mi trineo.
En cambio, la guardarropera, una mujer anciana que parecía muy ocupada y daba signos de impaciencia, nos entregó dos fichas para el retiro, que mi tía guardó cuidadosamente en su billetera.
Hicimos otra fila para la caja, pero mucho más corta.
”Un adulto y un niño”, dijo mi tía a la cajera.
”¿Cuántos años tiene la niña?”
”Seis”, respondió mi tía.
”Es alta para su edad. Después de los ocho paga billete entero. Ven que te mido la estatura”.
En la pared cerca de la caja había una gran regla de madrera con la que medían a los niños. Traté de doblar las rodillas y me acerqué. Faltaban dos centímetros para el metro y la cajera nos permitió pagar la tarifa reducida.
La tía colocó los billetes en la billetera tal como había hecho con las fichas.
“Presta atención: que no me la roben o la pierda, si no quedaremos sin abrigos y con este hielo...” me dijo en voz baja, mientras nos dirigíamos hacia la escala.
La escala conducía al segundo piso, donde, sobre la puerta ventana, estaba escrito con letras grandes “SEÑORAS”: ya sabía leer los letreros de las tiendas.
“Ya estamos casi, Natalia”, dijo la tía sosteniendo las dos bolsas. Yo había sacado mi patito y le decía que él también tenía que prestar atención a la billetera de la tía.
Por fin entramos en el vestidor de las mujeres. Habían tantas bancas de madera con un cajón para los zapatos y arriba los armarios para lo vestidos. Después de que la señora que hacía la limpieza hubo ordenado una plaza que se había desocupado recién, mi tía y yo comenzamos a desvestirnos. Estaba sumamente interesada por la novedad del ambiente, por las mujeres que se vestían o se desnudaban, por los niños que lloraban haciendo berrinche. Miraba en particular a las señoras desnudas que, con sus toallas bajo el brazo, escondiéndose los senos con las manos, se dirigían hacia una puerta misteriosa de la que salían otras, con los cuerpos rojos, casi humeantes, y con los cabellos mojados. Una de ellas se había sentado en la banca cerca de nosotros y respiraba con dificultad.
”¿Hace calor adentro?”, preguntó la tía.
“Estuve mucho tiempo en la sauna”, sonrió la mujer, como si se sintiera en culpa.
”Tendría que haberse duchado con agua fría después”, le respondió la tía.
“No tengo fuerzas para moverme, ahora descanso... pasará”.
La tía asintió con la cabeza. Mientras se había desnudado y me ayudaba a sacarme la camiseta.
Ahora, yo también estaba desnuda, me daba vergüenza y trataba de esconderme detrás de mi patito.
Mi tía tomo nuestras toallas y el jabón y, tomándome de la mano, nos encaminamos. Antes de entrar por la puerta misteriosa, se subió a una balanza y se pesó.
“Esperemos que salga con un kilo menos”, exclamó.
Por fin entramos. El mundo frente a mí era tan diferente del que habíamos recién dejado atrás, que me agarré asustada a mi tía. Al inicio me había parecido que ahí adentro fuera completamente oscuro, pero tras pocos instantes empecé a entrever lámparas encendidas que alumbraban con una luz débil una sala grande, densa de vapor y de agua, con asientos bajos de granito.
En esa neblina gris y confusa se movían extrañas figuras desnudas, poco nítidas debido a la escasa iluminación. Con las palanganas en la mano iban a tomar el agua de los grifos y luego volvían a sentarse a sus lugares para lavarse.
Pasaron algunos momentos antes de que me diera cuenta que eran las mismas mujeres que había visto antes en el vestidor, pero ¡cómo eran diferentes!
En ese ambiente caliente y húmedo me parecía que los cuerpos habían perdido su aspecto normal, los cuerpos parecían dilatados por el vapor, sus formas desnudas se parecían, en la penumbra irreal, a la goma de mi pato.
Me había sorprendido tanto encontrarme en ese mundo oscuro, caliente y húmedo que me había hecho pipi, aunque nadie lo había notado, mientras, agarrada a la mano de mi tía, avanzaba lentamente.
Con ojo experto, la tía había notado un lugar libre y me había dicho que la esperara ahí para que no nos lo ocuparan.
“Quédate aquí y no te muevas, voy a buscar palanganas para ti y para mí”, dijo, y rápidamente desapareció en el vapor. Me quedé inmóvil y un poco asustada mirándome enrededor. Mi vecina de la derecha tenía el pelo muy largo, se estaba peinando sentada en un asiento de granito, cerca de su palangana. La de la izquierda se refregaba el cuerpo como si quisiera sacarse la piel, tenía grandes senos y la barriga come una sandía, pero tenía la cara bonita y me sonreía alegremente.
“¿Me haces un favor?”, me preguntó con una voz melodiosa que no me era familiar, “yo me agacho y tú me refriegas la espalda”.
Dije que sí con la cabeza. Ella me pasó su esponja de crin enjabonada, se agachó a gatas y, mientras de pie le refregaba la espalda con todas mis fuerzas, me decía: “Más a la derecha. Ahora en el medio. Más abajo a la izquierda”.
Estaba casi cansada, cuando finalmente llegó mi tía trayendo en las mano dos palanganas de lata.
”Tuvimos suerte, Natalia: encontré de inmediato las palanganas, no es poca cosa”.
”Es verdad – dijo nuestra vecina que estaba enjuagando – Hoy hay tanta gente, los baños permanecieron cerrados por tres días consecutivos debido al mantenimiento, y todos los que deberían haber venido en esos días se precipitaron aquí hoy”.
La conversación se amplío y luego pasó de los baños a los escándalos y a las miserias de la vida cotidiana del barrio.
En ese tiempo, la crónica negra no existía en la prensa rusa y las noticias pasaban de boca en boca, a menudo distorsionadas y exageradas.
Después de la desinfección de la palangana con la solución de polvo de manganeso, que la tía, muy precavida, había traído, puse adentro mi patito y empecé a lavarlo, mientras que la tía se enjabonaba a mi lado.
Mientras jugaba, escuché que nuestras vecinas discutían sobre un hecho clamoroso acaecido en el barrio: un hombre había asesinado a su mujer, la había trozado y luego se la había comido.
Me dio mucho miedo y un detalle me estremeció: la policía había encontrado un trozo de la pierna de la mujer en la sopa.
Desde ese día, empezó mi reluctancia a tomar las sopas con el caldo de carne. No las soporto ni siquiera hoy en día.
Mientras, mi tía había terminado de lavarse y comenzó a jabonarme el pelo. No me gustaba lavármelo: con mi madre me daban siempre rabietas, pero visto che estaba en los baños públicos me dio vergüenza ponerme a llorar y me limité a cerrar bien los ojos. Para el último enjuague, la tía trajo la palangana del agua limpia y me la echó sobre la cabeza. Sentí una cascada de agua que me bajaba por el cuerpo, pero después de haber superado el ardor del jabón en los ojos, ya nada me impresionaba, y me reí alegremente.
“Vamos a la sauna”, dijo la tía tomándome de la mano y atravesamos la sala de baño.
Al fondo de ésta había una pequeña puerta de hierro pesado; mi tía la abrió y entramos en lo que creí eran las vísceras de la tierra. Entonces no podía definir con palabras lo que probaba, pero la sensación era ésa.
Un vapor caliente y seco me invistió primero la cara y los cabellos y luego todo el cuerpo. El cambio de temperatura había sido improviso y el cuerpo, por algunos instantes se había quedado indeciso si aceptarlo o no. Luego, algo se movió dentro de mí y empecé a sentir un agradable calor por todas partes: los músculos se relajaron y la respiración se alargó. Sentía ganas de estirarme lo más posible y saqué la lengua.
“Pareces un perrito cuando tiene calor”, sonrió la tía y me llevó hacia una banca libre, se acostó encima y me puso en las manos las frascas de abedul,
“Ahora, haz un buen trabajo, azótame lo más fuerte que puedas”.
Por un momento quedé incrédula, luego divisé en la banca de al lado la silueta de una mujer sentada que se azotaba con frascas como las nuestras. Le costaba mucho llegar hasta la espalda y entonces comprendí las palabras de mi tía.
Su cuerpo yacía prono frente a mí: yo estaba a la altura de sus hombros veía la espalda lisa y las nalgas redondas, mientras que las piernas desaparecían en la niebla del vapor. Poco a poco empecé a azotarle la espalda, esperando cada vez que se lamentara, pero la tía callaba, respiraba profundamente y me susurraba: “Más fuerte, Natalia, más fuerte”:
Comencé a imitar el ritmo de los movimientos de la mujer que estaba al lado, cogiéndole gusto a ese juego; me imaginé que el cuerpo de la tía era la clara del huevo que mi madre batía con la batidora junto al azúcar y luego colocaba en el horno del cual, después de un par de minutos, sacaba merengues dulces y perfumados, delicias de mi infancia. Azoté el cuerpo de mi tía desde los hombros hasta las plantas de los pies y luego de abajo hacia arriba, tal como ella me sugería que hiciera entre una respiración y la otra.
Luego, la tía se sentó en la banca. Me abrazó y me besó en las mejillas. Su cuerpo, más relajado, me recordaba el gran violonchelo que había escuchado tocar por una vecina que estudiaba en el conservatorio.
La tía violonchelo se levantó de la banca y juntas salimos de la sauna. Una ducha fresca en la sala de los baños y ya estábamos afuera, cerca del guardarropa.
Después de las emociones violentas del baño, la sala del guardarropa me parecía una morada relajante llena de comodidades.
La tía me envolvió en una toalla grande y me sentó en la banca.
Estaba inmóvil, apoyada al respaldo, saboreando la tranquilidad y el silencio de la sala. Las sirvientas ofrecían las bebidas y la tía ordenó para mí una limonada. Bien lavada y secada por el vapor me sentía liviana como una pluma. La llegada de la limonada había hecho subir a la cumbre mi felicidad. La tía tomó la botella y versó el contenido en dos vasos. Ella también, envuelta en su toalla, sentada junto a mí, paladeaba su bebida. Estábamos contentas las dos.
Una vez terminada la limonada, la tía comenzó a vestirse canturreando una canción que andaba de moda y yo trataba de seguirla. La sirvienta que había venido a recoger los vasos vacíos nos miraba con la sonrisa en la boca arrugada, luego pronunció su habitual saludo y augurio ruso dirigido a los que han hecho un buen baño: “Que el vapor os de ligereza”.
“Gracias”, respondió la tía. Estaba contenta y su alegría se notaba en su mirada.
Teníamos que volver al mundo de siempre, y la tía comenzó a vestirme. La camiseta y las bragas de algodón, otra camiseta de lana, otras grandes bragas de lana, pantys y pantalones gruesos y, por último, un jersey. Habíamos llegado a las botas. La tía abrió el cajón donde había puesto mis botas y las suyas y sacó dos botas grande de fieltro y una pequeña.
“Y la otra bota, ¿dónde está?, preguntó en voz baja.
Metió la mano dentro del cajón tratando de coger la bota, pero de ésta no había ni la sombra.
“No es posible” – dijo la tía – “te han robado una sola”.
Me puse a llorar. Las emociones de ese día habían encontrado una razón para venir a la luz.
Después de la intensa felicidad había sentido el robo de la bota como algo injusto y frustrante.
“Me han robado una sola bota, ni siquiera dos, una sola”, seguía repitiendo dentro de mí. La pérdida parecía aún más grande por la incomprensibilidad del hecho, por la mala, inexplicable voluntad de alguien de dejar a una niña sin una bota en el hielo del invierno moscovita.
Este fue mi primer doloroso impacto conciente con la realidad del mundo. Había intuido de alguna manera que todo en esta vida tiene su precio, y me había sentido particularmente frágil e indefensa: alguien había robado mi bota de fieltro, alguien trataba de quebrantar mi alegría.
Lloré desesperadamente por algunos minutos.
“Es una broma de pésimo gusto, dijo la tía resoplando. También su serenidad había sido cancelada y ella también por un momento había sentido que le habían tomado el pelo.
Las mujeres alrededor de nosotros se habían acercado, habiendo escuchado mi llanto desesperado.
“Han robado la bota de la niña”, las palabras volaban por doquier.
Llegó la misma sirvienta con la boca arrugada, pero ahora su boca ya no sonreía: apretaba lo labios en signo de indignación, sus ojos azules deslavados se habían vuelto como de metal. Con movimientos bruscos había comenzado a abrir todos los cajones cercanos para buscar la bota robada.
Los cajones y las puertas del guardarropa habían sido abiertos, pero nada, no la encontraron por ninguna parte.
“Que tipo de gente hay por aquí”, refunfuñaba nuestra vecina de la derecha.
“Chacales – dijo la de la izquierda – dejar a una niña sin una bota con este hielo, que corazón de acero hay que tener”.
Y todas expresaban con una u otra palabra su pesar.
Recibiendo tanta atención me había calmado. De las palabras las mujeres habían pasado a los hechos. Una había dado a mi tía su pañuelo de lana para envolverme el pie, permitiéndome así de llegar hasta la casa. Cada mujer nos traía alguna cosa abrigadora para ayudarnos a superar lo ocurrido.
Me sentía protagonista y mi corazón se hinchaba cada vez más de orgullo. Pasaba frente al guardarropa y todas las mujeres me hacían cariño en el pelo o en las mejillas.
Recogiendo todo lo abrigador que nos habían ofrecido, mi tía me había envuelto la pierna con las vendas que nos habían dado las sirvientas y también con una bufanda de lana.
Por último, me habían puesto una galocha de una sirvienta que la usaba para limpiar los baños.
“Me la devolverá apenas sea posible”, dijo a la tía la cual dijo que sí con la cabeza, atando la última venda alrededor de mi pie.
Con una pierna que parecía enyesada, bajé a la planta baja donde estaban nuestros abrigos. Otras sirvientas ya sabían lo ocurrido y ayudaron a la tía a vestirme.
El elástico con los guantes, el abrigo de piel, el gorro, el pañuelo para cubrirme la nariz, la bufanda y finalmente estábamos listas para salir del edificio.
Estaba oscureciendo y la temperatura había bajado aún más: sentía el aire helado alrededor mío. Mi tía me colocó sobre el trineo situándome a los pies de las dos bolsas, tomó la cuerda y nos dirigimos hacia la casa.
Era una noche estrellada. Sobre mí, veía la oscura bóveda celeste llena de estrellas luminosas tal como los caramelos blanco-transparente expuestos en el plato de vidrio oscuro en la vitrina de la pastelería cerca de la casa.
De vez en cuando me quedaba dormida pensando en los caramelos y la tía me despertaba tocándome las manos y los pies. “¿Tienes frío, Natalia? No duermas: dentro de poco llegaremos a la casa”.
Yo decía que sí con la cabeza, pero luego me volvía a quedar dormida. No tenía frío, las manos y los pies estaban calientes, pero me sentía tan cansada y los párpados eran tan pesados que no lograba tener los ojos abiertos.
Me despertó la voz de mi padre que me tomó en brazos y me llevó para adentro de la casa. Me colocó sobre el sofá y la mamá comenzó a sacarme el abrigo. Sentía, lejos, lejos, la voz de la tía que contaba la historia de la bota, y la risa de mi padre. Mi cabeza la sentía cada vez más pesada, la bóveda del cielo estaba cada vez más abajo y yo sentía en la boca el gusto dulce de los caramelos, hasta que caí en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, como de costumbre, me despertó mi padre porque mi madre salía temprano de casa para ir a trabajar. Preparé el bolsón, después del desayuno tenía que ir al jardín de infancia. Luego, al improviso, el recuerdo de la bota robada. “Miré en la esquina donde generalmente las ponía y las vi las dos en su lugar. Abrí la boca, tan sorprendida que papá echó a reír.
Me dijo que había escuchado, hacía algunos días, que a nuestro vecino, un niño de nombre Boria, le habían robado una bota en los baños públicos. Esta mañana, mientras yo dormía, papá había ido a pedirle a la madre de Boria que le mostrara la bota. Era la izquierda y a mí me había quedado la derecha. Papá las había medido: eran casi iguales. Entonces, le había pedido a la mujer que le vendiera la bota, pero la mamá de Boria se la había dado sin necesidad de dinero, porque a Boria ya le habían comprado un nuevo par y la única bota que quedaba, era más lo que molestaba. Pero yo no me sentía exactamente contenta, porque poniéndomela sentí que la bota de Boria era menos cómoda que la mía.
Por suerte, un mes después, mis padres me compraron un par de botas de cuero porque mis pies habían crecido y la nieve se había deshecho: ya no se podía caminar con las botas de fieltro, que servían sólo con la nieve seca y el gran hielo.
La tía Valentina me llevó otras dos o tres veces a los baños públicos, hasta que nos mudamos a un apartamento con la tina de baño y la ducha, y me olvidé de los baños públicos.
Una vez, cuando era grande, pasando cerca, me habían venido ganas de entrar. La sala del guardarropa me había parecido más estrecha y más baja, y la sala de los baños ordenada y para nada oscura. La sauna era un local pequeño con la estufa al rojo vivo: dos mujeres estaban sentadas en las bancas y no veía las frascas de abedul. Había poco vapor, poca gente, de la cola no quedaba ni una señal. La cajera me había dicho que, dentro de poco tiempo, habrían cerrado los baños públicos porque en Moscú todos los apartamentos tenían el baño y la gente se lavaba cómodamente en su casa.
También se había acabado el tiempo de los grande hielos. El invierno se había vuelto templado y lluvioso.
“Los tiempos han cambiado y todo pasa”; dicen los sabios. Sin embargo, en la profundidad de mi memoria quedó impresa la felicidad de la niña frente al vaso de limonada después del baño caliente y la experiencia de un pequeño sufrimiento compartido con los demás.
Natalia Soloviova nace en Moscú en 1946. Vive en Cardano al Campo (Varese) desde 1973. Es licenciada en ingeniería mecánica y hace traducciones técnicas. Ha participado al concurso Eks&Tra y es una de las ganadoras de la edición de 1998.