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genealogía interrumpida

giovanna zunica

Saliendo del bufete del notario al que me convocaron, me encuentro en la calle amplia y arbolada que rodea un gran jardín público. Hoy tengo tiempo, decido caminar. Nunca había estado en este barrio residencial, parece otra ciudad. ¿Realmente vive alguien aquí? Alguien que come, duerme, bosteza, trabaja, llora, ríe, ensucia, limpia, pelea, folla.
Los esporádicos transeúntes aumentan el sentido de irrealidad. Veo a algunas gobernantas del aspecto ordenado. Un señor anciano que pasea luce un paletó camello y un bastón tan elegante cuanto inútil. Un residente sale apresurado de casa con el aire de quien tiene trámites urgentes que hacer. Saluda con un movimiento rápido y una sonrisa de revista a otro hombre que parece absolutamente idéntico, como en un Magritte.
Desde el jardín me llegan voces infantiles, gritos, risas. Aquí afuera parece un entierro de tercera, decido atravesar el parque. Ajena, me acerco a la zona central, con más gente. Un muchachito corre hacia quien imagino tiene que ser su abuelo, con el aspecto de quien desea contarle a un amigo importante un nuevo descubrimiento.

Un abuelo. Se me viene a la cabeza Anita.

* * *

“Queriendo remontarme a mis orígenes, tengo que detenerme en la generación anterior a la mía: mi padre y mi madre”, me dijo un día Anita, después de una pausa de silencio. Me cuenta que nunca conoció a los abuelos, salvo esa vez que de niña conoció a su abuela paterna. Era muy pequeña, tal vez tenía tres años, pero se acuerda de esa extraña desteñida. Con la edad los colores se atenúan. De la madre de su padre le queda la imagen de un vidrio que con el tiempo se ha vuelto opaco.

Tenía que ser Navidad, o Pascua, las dos ocasiones en las que su familia se reunía con los parientes del padre, que vivían en otra ciudad, en el otro extremo del país. La madre de su padre (así la llama Anita), sin nunca antes haber demostrado signos de atención, a un cierto punto la había tomado y puesto sobre sus rodillas y había empezado a hacerle caballito. A Anita sus zalamerías le habían parecido fuera de lugar: “No nos habíamos visto nunca antes, lo entiende incluso una persona de tres años”. La abuela también había tratado de besarla, a pesar de que ella la rechazara. Era su abuela, le habían explicado, pero para ella era sólo la madre de su padre. No la volvió a ver nunca más, la abuela murió al año sucesivo. Anita dice que sintió, quizás por qué, una especie de nostalgia, cuando le dijeron que se había ido. Su padre no habla mucho de eso. Las raras ocasiones que del discurso se intuye Mamá, sus ojos se sienten invadidos por un centelleo que en un momento se vuelve languidez. Luego pasa. “Quizás quién era esa mujer que yo recuerdo opaca”, dice Anita.
El abuelo paterno de Anita murió joven, mucho antes de que ella naciera. Parece que de la guerra, la primera, se llevó a la casa un mal crónico y, en esa época, incurable. ¿Los pulmones? ¿Los huesos? Hay un poco de confusión sobre esto, su padre no se lo ha dicho nunca y su madre se ha limitado a medias palabras. Quizás es Anita la que no logra acordarse bien de qué murió este hombre que no ha conocido. Ha visto las fotografías en el montón de retratos de familia. Así les llama su madre, que los conserva todos, me dice Anita. “También los de los parientes de mi padre, que esas fotos no las mira nunca”. Me muestra una multitud de gente que nunca se ha visto y que no se parece. Dos familias diferentes, y quizás más de dos, ahora perdidas y amontonadas dentro cajas de lata. Sin saberlo, sin haberlo deseado, ni siquiera imaginado. La mirada de Anita está perdida: “Los miro y no sé quienes son”.
Una cara lisa y redonda, la del padre de su padre, Anita encuentra los rasgos de uno de sus hermanos, justamente ese que no lleva el nombre del abuelo. Rasgos que, sin embargo, nunca han logrado volver familiar la cara estática de esas instantáneas de otros tiempos, ni a suscitar en ella curiosidad. El padre de su padre era un mecánico luthier, de él Anita no sabía casi nada más. Cuando no se lo imagina como en las fotografías, con un esbozo de sonrisa, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido y no tuviera que suceder nada más, lo ve en su banco de mecánico luthier, una bata encima, ocupado en crear una viola. “Por qué una viola, no lo sé”. De él, el padre nunca ha hablado mucho. Pero a veces, de fragmentos de relatos, deja entrever a ese hombre – Y entonces le dije: “Usted, Papá...” – que en Pascua hacía o decía esto y en Navidad hacía o decía esto otro. Los ojos del padre de Anita, entonces, se vuelven brillosos y su mirada lejana y nostálgica. El padre de Anita estas pocas cosas las cuenta en Navidad y Pascua.

De la familia de su madre, Anita no ha conocido a nadie, ni a los abuelos ni a los demás. El padre de su madre murió bastante joven de un cáncer intestinal, poco después de la guerra, la madre de Anita aún era una muchacha. Era oficial del ejército, andaba a caballo, jugaba a ajedrez, frecuentaba la buena sociedad. Anita no sabe mucho más. Las fotos muestran a un hombre casi siempre en uniforme, de tez oscura, los cabellos fuertes y crespos, la nariz ancha en la base, los labios carnosos, los ojos intensos. Una cara de otros lugares. Son éstas las únicas fotos que suscitan en ella alguna curiosidad, porque esa alteridad subraya un vacío que ella no sabe colmar, ése que la separa de sus antepasados. Las he visto yo también esas fotos, aún recuerdo la mirada de mi amiga cuando me enseñó una. Parecía una pregunta. Anita no se parecía al abuelo, no me parecía, pero tampoco puedo decir que no encontré ningún parecido.
De todos los abuelos, desconocidos, la madre de su madre es en la cual se coagula su sentido de ajenidad. De ella tiene más datos, por lo que se hizo alguna idea, tal vez errada. Me ha contado que su abuela era una mujer desenvuelta, con la ambición comprensible de vivir lo mejor que podía. El primer novio de la abuela era un buen partido. Y muy guapo, dice Anita, mirando una foto suya. Murió en el frente, antes de la boda, cuya fecha a lo mejor todavía no se había fijado. Así fue que la madre de su madre se casó con el hermano de su novio. En resumen, se casó con la buena sociedad. Fue un pequeño escándalo, pero de ésos que se olvidan pronto. Dejaron transcurrir el período necesario, según las convenciones. Luego se pusieron oficialmente de novios y se casaron. El matrimonio puso fin a los chismes. Absueltos. “La gente que se casa goza de un respeto mayor”, comenta Anita, cortante. Su abuela materna quedó viuda todavía relativamente joven. ¿Destino? En ese tiempo, también aquí se moría más. No se volvió a casar: a este punto ¿a qué le podía servir? Pero Anita no excluye que haya tenido algunos amantes. Después de la muerte del abuelo de Anita, su madre tuvo que interrumpir los estudios y comenzar a trabajar. Para ayudar a la familia y al hermano gemelo que, siendo varón, tenía absolutamente que completar los estudios universitarios. ¡Gemelos! Cómo son falsas a veces las palabras. De este tío, Anita no lograba ni siquiera recordar el nombre de bautismo. ¿Franco? ¿Federico? Es el nombre de un extraño, después de todo. Una vez llamó por teléfono. La casualidad quiso que Anita respondiera.. Le preguntó por que le trataba de usted y no le llamaba tío. Anita casi ni lo pensó, tiene la pésima costumbre de decir la verdad. Lo encuentra más fácil, cómodo, menos complicado. Respondió: “Porque no nos conocemos”. Luego, se despidió y le dejó con su madre. Después de haber alcanzado “una posición” – un buen trabajo, una linda mujer – el hermano de la madre de Anita fue transferido a Eritrea por la compañía para la que trabajaba. Después de algún tiempo, llegaron su mujer y su madre. El tío de Anita tenía que ganar un excelente sueldo, que le permitía a él y a su familia un elevado tenor de vida. “¡Ya me imagino a mi abuela como una patrona blanca!!, me dijo una vez Anita, sarcástica como de costumbre. La única prima de Anita por parte de madre, que ella no conoció nunca y de la que no recuerda el nombre, nació allí. De ella sabe que era hermosa, ha visto una foto suya. Se parecía al abuelo y nunca quiso venir a Italia. Se quedó viviendo allá, donde había nacido, y allí murió, cuando era joven aún. Anita no tiene ninguna otra noticia. Creo que ni siquiera su madre ha sabido más de ella. Una historia triste, se ve.
La abuela de Anita no murió joven. Tenía más de noventa años, tal vez noventa y seis, cuando murió. Esta es otra de las razones por la que Anita no la conoció. Ha pensado por mucho tiempo – se lo han hecho pensar – que la familia de su madre vivía muy lejos, en Eritrea, desde antes que ella naciera y que por esto nunca había podido conocerla. Tanto es así, que una vez preguntó, con la ingenuidad de los muchachitos: “¿Por qué no hacemos un viaje a Eritrea?” Suscitando una burla un poco molesta. A los niños se les hace creer que dicen estupideces cuando no se sabe cómo contestar. En cambio su abuela, su tío y la mujer de su tío ya habían vuelto cuando Anita tenía unos diez años y se habían instalado en la Capital, a donde ella fue por primera vez muchos años más tarde, cuando hacía tiempo que la abuela ya no vivía más allí.
Un día, su madre, de repente, sin ton ni son, le dijo: “¿Sabes? Tengo que decirte algo”. Anita iba a la universidad o tal vez ya nos habíamos licenciado. La madre de Anita comenzó a contar, como lo más natural del mundo, que su madre no había muerto y que no estaba en Eritrea. Vivía en Italia, desde hace muchos años. Primero había vivido en la Capital, luego el hijo – el hermano de la madre de Anita – se había transferido a una gran ciudad del norte y “la abuela” (a veces, la madre de Anita la llama así, pero más a menudo le dice “mi madre”) había sido llevada a un elegante asilo de ancianos de una ciudad cerca del lugar donde había nacido, visto que era más bien anciana.
Pero ¿por qué se lo decía sólo ahora? En resumen, su padre y su abuela nunca se habían gustado. Entre ellos las cosas no funcionaban, no se soportaban. La abuela de Anita, según parece, habría preferido que su madre se casara con un hombre de su mismo nivel social, es decir, el que ella había adquirido con el matrimonio. El padre y la abuela de Anita tenían un pésimo carácter, ninguno de los dos era del tipo que mitiga las diferencias. Al parecer, fue algo grave. La madre de Anita se vio obligada a escoger: o su madre o el padre de Anita. Obviamente escogió a su marido. No se vieron nunca más el padre y la abuela de Anita. En esa época él sentenció: “No quiero verla nunca más, tendrá que estar lejos de mi familia, no conocerá a mis hijos”. Tal vez no se dio cuenta que de este modo los nietos no habrían conocido nunca a su abuela. O tal vez sí, y pensó que era mejor. Luego, la abuela de Anita partió, para juntarse con su hijo en Eritrea.
Entonces, la abuela materna estaba viva, gozaba de buena salud y se encontraba a pocas horas de tren. La madre de Anita, en realidad, había mantenido un contacto. Callado, más que secreto. “¿Quisieras conocerla?” “No”, dijo Anita a su madre. No gracias. ¿Por qué ir a conocer a unan persona que le era extraña, que había creído muerta desde hace tanto tiempo, en otro continente? Una mujer que no le había escrito nunca ni una línea, que no le había mandado nunca una postal, ni un recuerdo. Una mujer a la que, probablemente, no le importaba nada de los hijos de su yerno. Juntados los hechos que sabía, bastó poco para que Anita se hiciera de ella la imagen de una especie de bastarda, de nieta ilegítima, algo que con mucho gusto no se menciona, en la cual incluso se evita pensar. Pero, al principio, no logró sentirse ofendida, en el fondo no lograba creer completamente en esta historia fuera de toda lógica y de toda humanidad. Por largo tiempo siguió pensando en su abuela como en una entidad irreal, y toda esa historia le parecía una trama absurda. Pero, con fatiga, la noción de la existencia en vida de esa mujer logró encontrar un lugar en alguna parte de su mente. Postiza e indeleble como un halo amarillento en una vieja tela.
Luego, la madre siguió hablando más a menudo de su madre. Siguió haciéndolo cada vez que iba a verla, no a escondidas, pero sin decir nada. Desaparecía por algunos días, y Anita sabía que había ido donde ella. “¿A dónde fue la mamá?” “Vuelve en algunos días más”. Pero ella ahora sabía. Se vivía un clima tenso, y las miradas de todos se evitaban. Un día, la madre de Anita se quedó donde su madre por algunas semanas, pero no dio ninguna explicación. A su regreso, retomó el relato desde donde lo había dejado la vez pasada. De este relato de su madre, complicado como una película, todo lleno de flasbacks, probablemente Anita retenía sobre todo la parte que más satisfacía la desilusión y el resentimiento que poco a poco habían tomado el lugar de la indiferencia. Comenzó a cobrar cuerpo la imagen de una mujer egoísta, insensible, vanidosa, tirana. ¿Qué razón podía existir para ir a conocerla? El hermano mayor de Anita, que imagino pensaba y sentía algo parecido, decidió finalmente ir a conocer a su abuela, antes de que se muriera. No estaba enferma, pero tenía más de noventa años, le quedaba poco tiempo. Lo dijo a su madre. Al padre no, no era el caso. Cuando Anita lo supo, al principio le pareció la enésima absurdidad. Lo pensó mucho, la idea le repugnaba y al mismo tiempo le provocaba curiosidad. ¿Qué le habría dicho¿ ¿Cómo se habría comportado? Se preguntó por qué no ir a ver al único asidero en vida de sus orígenes, una rama de sus antepasados. La respuesta fue simple: “No logro considerarme a mí misma como su nieta”. Su abuela era una extraña. Que siguiera siendo una foto, una película, una historia absurda!!
Finalmente, después de meses, Anita también se decidió, sacó fuerzas, o más bien se esforzó. Decidió que habría ido a conocer a esa mujer, la madre de su madre. La vieja murió pocos días después, antes de que Anita pudiera cumplir con su intención. ¿Queremos llamarlo destino? Anita se había ofendido, como si ese hubiera sido el enésimo desaire. Pero reflexionemos: era completamente normal, tenía casi cien años. Cien años y Anita no la había conocido.
De todos los hermanos de Anita, el mayor fue el único que conoció a la madre de su madre, pero ¿podemos decir que la conoció? Quizás qué piensa de toda esta historia, nunca hemos hablado de esto yo y él. Sé que después del encuentro hizo sólo una brevísima crónica, descarnada. La abuela era como la habían imaginado. El encuentro fue una pura ficción de parentela, en práctica como tomar el té con una extraña. Como si nada, como si nada hubiera ocurrido.
Anita sabe que se parece a su madre, y la madre de Anita se parece a la abuela. Pero yo también he visto esas fotos. Anita tiene razón, se parece tanto en los colores, a la madre de su madre. “De ella me quedan, pegados encima, como una maldición, estos ojos verdes”, me dijo. Sus rasgos que cuentan toda otra cosa, una historia que Anita no conoce.

* * *

He atravesado todo el parque. Cruzada la cancela, me encuentro en una avenida suntuosa, un subseguirse de escaparates resplandecientes. Ya el jardín público está vacío, es ora de volver a la tibieza de las habitaciones, de cenar con servicios de estilo, de descansar entre sábanas de seda. Pocos retardatarios se apresuran. El resplandor de los escaparates continuará por toda la tarde y la noche, tal como de día, a exhibir la nada a la nada.
El notario me ha convocado para leerme el testamento de Marcelo, No sabía, no lo veía desde hacía treinta años. Él, terminal enfermo de una estirpe, ha elegido dejar la villa a mi, ya no compañera, no madre de los hijos que no quiso. La villa de familia, así la llamaba siempre, así ha escrito en el testamento.
Con alivio doy vuelta a la esquina y me acerco hacia lugares más humanos. Donde vivo yo la gente es normal. Hiede, no se lava, bosteza porque está cansada, vuelve a casa con el maquillaje corrido, en la mañana sale temprano, y va al trabajo en tranvía. No tienen pedigrí ni villas de familia, sino tatarabuelos y recuerdos que transmitir a los hijos y abuelos.
Ya está oscuro. De vuelta al trabajo los transeúntes, aquí más numerosos, me echan una mirada tal como se mira a uno que vuelve del más allá. ¿Quizás en la cara tengo todavía la impresión del lugar incongruente del cual procedo? O quizás la de la historia de Anita, que cuesta creer. Un vendedor ambulante se acerca. Sonriendo me muestra algunos libros: las leyendas y los mitos de su pueblo, dice. Quisiera preguntarle: “¿De dónde vienes” Me sale de la boca: “Quién eres? Responde: “Me llamo Abdelkadir, hermana”. Creo que tiene razón.

Traducido por: A.M. Gabriela Bustamante Escobedo

Giovanna Zunica vive y trabaja en Bolonia, donde ha cursado estudios universitarios (licenciatura en ciencias biológicas, doctorado en citomorfología). Es docente de ciencias, autora de libros de texto escolásticos y traductora del inglés. Recientemente ha publicado los cuentos: Mi manca l'aria, dio che nostalgia (Me falta el aire, Dios mío que nostalgia) (Bibliomanie n° 8, enero (marzo 2007), Tre quarti di storie di luna (Tres cuartos de historias de luna) (Sagarana, n° 25, octubre 2006), Ogni notte, ogni giorno (Cada noche, cada día) (Bibliomanie, n° 7, octubre-diciembre 2006), Sala d'attesa (Sala de espera) (Bibliomanie, n° 5, abril-junio 2006), Chika Unigwe, Sogni (Sueños) (trad., Sagarana, n° 25, octubre 2006), Chika Unigwe, Anonima (Anónima) (trad., El Ghibli, año 3, n° 13, septiembre 2006).

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Anno 4, Numero 17
September 2007

 

 

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