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la muchacha de la piel brillante

vesna stanic

Anaya era negra como un cormorán, era negra como las aguas oscuras de su aldea y la piel brillante recordaba las hojas de un árbol exótico. Caminaba lento, Anaya, por las calles de una Florencia todavía dormida y se movía segura finalmente, después de haber escapado de la tierra ambarina, estriada de sangre, marcada por los años de guerra.
La muchacha era alta y sinuosa envuelta en el chal de gasa de color, llamativo sobre los pantalones negros y estrechos que, como una segunda piel, envolvían las largas piernas. Había pasado la noche junto a un viejo señor enfermo de barba blanca y volvía a casa canturreando en voz baja, cansada, combatiendo el sueño. Pero estaba satisfecha de sí misma.
Su mente estaba poblada por imágenes que la seguían por doquier. Ella, Anaya, corría veloz a través de la aldea en llamas. Anaya se agachaba para evitar las balas corriendo a lo largo del río atrapado entre las dos orillas, rodeado por fuego. Luego, la hermana Aza se reía a más no poder con la cabeza inclinada mirando a los hombres que bailaban, mientras ella comía carne asada. Los colores eran vivos, violentos, Improvisamente, la escena cambiaba, mientras las mujeres gritaban alrededor de un cuerpo tendido sobre la tierra polvorienta. Era su madre, todavía joven y fuerte que yacía inerme con el rostro boca arriba y sucio. Un delgado hilo de sangre le coloreaba la boca. El calor era insoportable y las mujeres gritaban agitando las manos. En los cañones de los fusiles incluso el reflejo del sol resultaba amenazador.
La muchacha estaba agachada sobre su madre cuando sintió el metal, extrañamente fresco, que le tocaba la nuca.
Se quedó inmóvil y sólo las pupilas en movimiento vieron la tierra y el horizonte rojo agrandarse a desmedida. No percibía ningún olor, sólo el asombro que la invadía y un silencio sordo parecía que se había apoderado de todo el cuerpo. Los ojos estaban muy abiertos sobre el desierto enrojecido, poblado de cuerpos en movimiento silencioso. Trataba de tener los párpados abiertos porque hasta que era capaz de ver se sentía viva.

Se había despertado en una choza que funcionaba como hospital. Ya no veía más el rojo, los colores eran tenues y ofuscados mientras observaba su cuerpo curiosamente negro, tan negro como no recordaba haberlo visto nunca antes.
Había un silencio siniestro bajo esa tienda, en el cual un joven médico de la piel blanca y los cabellos rojizos se movía lentamente. Alrededor dominaba el color ocre recordando la tierra polvorienta de su aldea, mientras sentía un fuerte olor a remedios. No se sentía segura viendo en la puerta dos siluetas de hombres altos, armados con dos grandes fusiles y las bombas, como si hubieran sido bananas, colgadas del cinturón. Sentía unas irrefrenables ganas de escapar y de esconderse en alguna parte. De vez en cuando, le parecía escuchar los gritos que venían desde lejos, confundiéndose con las violentas imágenes luminosas, como si el sol y la sangre se hubieran fundido en un único vórtice. Entonces, cerraba los ojos, los empujaba con las manos en las órbitas porque el dolor le recordaba la realidad. Cuando el médico le tocó la frente, delicadamente, tuvo miedo. Luego sintiendo la voz tranquila, que hablaba su idioma, sintió una fuerte sensación de paz entendiendo que habría sanado y que alguien la habría cuidado.

La noche era placentera y el silencio no lo rompía ni siquiera el susurro del viento.
Improvisamente, el eco de los disparos cercanos desgarró el cielo. No hubo ningún lamento, ni un grito, mientras las sombras humanas atravesaron la tienda. Anaya, sin hacer ruido, de deslizó debajo de la cama. Se quedó inmóvil un poco, escuchando. Ni siquiera se escuchaba un paso en el pavimento de madera. Estos hombres son unos felinos, había pensado, odiándolos. Empezó a arrastrarse lentamente, centímetro tras centímetro, acordándose que la tienda tenía una abertura también en la parte posterior. Con alivio, sintió la ligera brisa que le golpeaba el rostro. Salió hacia afuera y echó un vistazo delante de sí. Se encontraba sola en la más completa oscuridad y no vio a ningún soldado. Comenzó a arrastrarse y luego a correr. Corría hacia el río. Lo conocía desde siempre, era un río lleno de escondijos, un río amigo. Llegó hasta él y encontró el escondite preferido, el usado durante los tantos juegos con las hermanas y los niños de la aldea. Se quedó allí dos días y dos noches, nutriéndose de algunas semillas encontraras en las cercanías. El tercer día vio en el río una barca con dos misioneros y adolorida, agotada y confundida pensó, de todos modos, en pedir ayuda. Bien, se dijo, tratemos de fiarnos de alguien. Ellos también están huyendo y la suerte quiso que los combates se hubieran desplazado hacia el sur. Se encontraron delante un territorio libre, por el momento. Una especie de tierra de nadie. Llegaron hasta la frontera, sin vigilancia, y allí encontraron a los hombres de la Cruz roja.
Anaya encontró las manos listas para cuidarla y darle de comer y pensó que para el cuerpo eso era un gran bien. Al espíritu habría pensado después. Un grupo de mujeres y niños fueron llevados a Italia y ella se sentía infinitamente agradecida de Dios y de los hombres.

Ya habían pasado algunos años desde su llegada a la ciudad. Se sentía segura, tranquila. Tenía un trabajo, se había inscrito a la Universidad y esperaba que como bióloga habría podido se útil a su país donde las diferentes etnias estaban entendiendo que los masacres no conducen a ninguna parte. De vez en cuando se apoderaban de ella dolores violentos que como un huracán, incluso por solos cinco minutos, la llevaban de vuelta a los lugares de la muerte. Su fuerte naturaleza ganaba y, superados los momentos de terror y pánico, Anaya volvía solar como lo había sido siempre.
Había conocido a un hombre de piel oscura, un siciliano que por trabajo se había transferido a Florencia y él, a menudo, bromeaba con que su isla era el “África del norte”. Habían hablado de los hijos que seguramente habrían sido lindos, habían decidido pedir una hipoteca para comprar la casa y vivir juntos. Sólo unos meses de paciencia, decían.
Esa mañana, la muchacha volvía a casa, caminando por las calles desiertas de unan ciudad todavía silenciosa, observando con los ojos somnolientos los edificios austeros y los palomos que volaban bajo en grandes bandadas que casi le rozaban la cabeza- Justo en ese momento escuchó que la llamaban. Volteándose, vio a un hombre blanco de grandes ojos claros, alto y sonriente. El hombre le decía algo que ella no entendía, pero sonrió por cortesía. El hombre se acercó, siempre sonriendo, improvisamente abrió los brazos y su apretón fue tan fuerte que la dejó sin respiración. Sentió dolor al pecho y el aliento del hombre, acre, impregnado de whisky. Él trató de besarla tironeándola hacia sí y se asombró de la fuerza con que la muchacha trató de soltarse. Como una anguila se le escapó de la manos y empezó a correr. Esa mañana estaba cansada y sus movimientos eran lentos. Sentía sus pasos en el empedrado, sentía su respiración. Luego un golpe en la nuca la detuvo. Cayó lentamente, primero sobre las rodillas y luego su cuerpo, cayendo, encontró una extraña posición que recordaba la de un feto. El hombre se le tiró encima y en la neblina de la mente percibía a duras penas su ruda tentativa de arrancarle los vestidos y penetrarla. Le susurraba cuánto lo excitaban las perras negras en particular, porque son animales más espontáneos. Más las maltratas, más gozan, están hechas para morder, las putas negras. Ella trataba de forcejear con todas sus fuerzas, cuando un dolor punzante en la cabeza detuvo sus fuerzas.
Luego perdió los sentidos. Cuánto había dormido nunca lo supo. Cuando se despertó, se vio apoyada con la espalda al contenedor de la basura y el olor nauseabundo se añadió al malestar del cuerpo. Observando una mancha negra en el suelo le pareció su propio cuerpo licuado.

Más tarde, alguien vio a una mujer de color, africana o de Sri Lanka dijeron, Filipina no, seguro, botada junto a la basura, como parte de ella. Llamaron a la policía.
La llevaron al hospital donde le explicaron que en realidad había tenido suerte, y que en pocos días habría sanado.
Anaya observaba las manos tumefactas y vio al lado de la cama a una mujer policía que le preguntó: ¿“Era blanco?”
”Blanco”, respondió la mujer. Luego, cerrando los labios hinchados que formaron una mueca, añadió: “¿El color tiene importancia?”
La mujer policía no respondió.

Traducido por: A.M. Gabriela Bustamante Escobedo

Vesna Stanic nace en Zagreb donde estudia en la Academia de Artes Escénicas y de Bellas Artes. En su ciudad natal ha trabajado como periodista para algunos semanarios y ha colaborado con la Radiotelevisión local. Al final de los años setenta se transfiere a Roma donde enseña croato, serbo e italiano para extranjeros en la Berlitz school of Languages y en la Panvista Multimethod school. Como traductora colabora con la Agenzia Barberini de Roma, el Centro para las relaciones culturales entre Italia y Yugoslavia, el Cospe de Florencia y otros. En Italia ha publicado la novela L'isola di pietra (La isla de piedra) (Aiep 2000) y ha traducido en Italiano la novela de Mesa Selimovic La fortezza (La Fortaleza) (Besa 2004). Algunas poesías suyas han sido incluidas en el Quaderno Balcanico II de la colección "Cittadini della poesia" (“Ciudadanos de la poesía”) (Loggia de'Lanzi 2000). Sus cuentos han sido publicados, entre otros, en el diario "L'Unità" y en "Alias", suplemento cultural del períodico "Il Manifesto", y el ensayo Il ponte (El puente) en el cuadrimestral de poesía y cultura de Trieste "Almanacco del ramo d'oro" . Vive y trabaja en Trieste.

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Anno 4, Numero 17
September 2007

 

 

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