En la tercera estantería a la derecha estaban los clásicos rusos. En la segunda se podía encontrar de todo. Clásicos extranjeros. Todos. Pero también estaba la primera estantería, esa de más arriba. Esa, justamente, era mi favorita. Clásicos italianos, lo máximo. Pavese, Svevo, Levi.
Un día el viejo en la biblioteca me dijo que se notaba. Como estaba yo. Dijo que se veía.
Yo estaba ahí, junto a la estantería de los clásicos. Así dice esa vieja etiqueta amarillenta y descolorida por el tiempo o quizás por los pensamientos de la gente, descoloridos también. Dice Clásicos.
El viejo de las novelas de aventura esa vez se levantó para ponerse junto a mí.
Parecía extraño verlo ahí entre medio de los clásicos, sin su Robinson Crusoe y sus velas y mares y las islas y los tesoros escondidos. Desentonaba, ahí entre medio de Checov y Hemingway.
Vino hacia mí, ese día, y con su modo lento y un poco tembloroso me dijo: “Se nota que estás triste”.
Yo, sencilla, levanté la mirada.
“¿Perdón?”
“Se nota”, siguió.
Tenía, en esa expresión suya, un murmullo delicado, casi de premura.
Tenía entre mis manos a Svevo, esa vez. Zeno soltó una carcajada sonora, tan ruidosa que de instinto cerré el libro.
“Del modo en que das vueltas las páginas”, continuó el viejo.
Miré a Zeno. No estaba, claro: recién lo había echo callar entre las páginas, entre las manos apretadas, enojadas, un poco transpiradas.
De nuevo levanté la mirada. El viejo me sonrió.
Que no daría por estar en una nube … creo que lo dijo Vasco, una vez.
Solos en una nube. Miré al viejo.
Pensé que, después de todo, no había mucha diferencia entre el estar solos en una nube y solos en el planeta. Este jodido planeta. Hemingway seguía tosiendo. Era el segundo mojito: después del tercero habría escrito sus mejores novelas. Rumores de pasillo, chismes legendarios. Me gustaba creer que era así.
Solos en una nube, como Vasco. O con Hemingway borracho en biblioteca. No existía una gran diferencia, pensaba.
A veces se me ocurría cuando ya se había ido.
Sus hombros se alejaban – bellos, tenía bellos hombros, qué lástima ver que siempre se alejaban, los hombros. Había pensado que me moría.
Pero no me había muerto, no. No sé qué era mejor – nube o biblioteca, Vasco o Hemingway, respirar jadeando entre la vida o disfrutar el despreocupado vacío de la muerte – no lo sé.
Y, aún así, estaba viva, bien viva.
El viejo todavía estaba ahí. Se metió una mano en el bolsillo. No había dejado de mirarme.
El viejo de las novelas de aventura. Zeno encerrado entre las manos. Sus hombros que se alejan. Hemingway borracho. Sus hombros. Vasco sobre una nube. Sus hombros. Se van. Se va él. El viejo con la mano en el bolsillo. Sus hombros. Las novelas de aventura. Sus hombros. Se va. Se está yendo.
Increíble, angustiante, agonizante el dolor de sentirse solos, abandonados, engañados, jodidos, botados allí, junto a la calle. Duele tremendamente.
Zeno deja de reírte, joder.
Y tú ahí, parado en medio de la calle, enceguecida por la luna o tal vez por las lágrimas, inmóvil, incrédula, confundida y perdida en la oscuridad de la noche, simplemente ahí, sola.
Y desde ese momento el único pensamiento es aprender a respirar. Sola. Sin él. Respirar. Una respiración, suave, lenta, con calma. Dos. Tres. Increíble, eres capaz: respiras.
Tenía que tener una expresión cretina. Transpiraba.
Pensé que en esa biblioteca hacía mucho calor, caray!. Me aparté los cabellos del rostro con un gesto distraído. El viejo todavía estaba allí. Se sacó la mano del bolsillo. La tenía cerrada.
Me la dio.
Le miré confundida. Solté el libro con una mano – Zeno recomenzó a respirar, pero ya no reía, no – y la estiré hacia el viejo.
Me dio una concha blanca. La dejó sobre la palma de mi mano. Sólo en ese instante noté que ya no sonreía.
“En el vacío está el ruido del perdón. La soledad es un regalo”.
Tosió, luego empezó de nuevo a sonreír, apenas.
“Si te la colocas cerca de la oreja puedes escuchar el mar”.
Lo dijo así, en un susurro.
Su libro todavía estaba allí, abierto sobre la mesa. Por un momento, pero quizás fue sólo una impresión, me pareció sentir el perfume del mar y el ruido de los tesoros escondidos y las voces de los piratas.
De nuevo la mirada del viejo.
Latidos, jadeo, eterna reflexión.
Ha empezado el ritmo del sufrimiento. Cada tarde, al atardecer, opresión al corazón – hasta la noche. Pavese susurraba el dolor del sentirse solos.
Opresión al corazón – hasta la noche.
El viejo sonrió y se fue.
Mientras desaparecía detrás de la puerta me acerqué al oído la concha.
De ahí, para siempre, escuché el mar.
Catia Salvadore nace en San Giovanni in Persiceto en 1981. Desde junio de 2004, presentando sus cuentos breves, se ha clasificado en algunos concursos literarios, como por ejemplo: Premio de poesía y narrativa "Vigonza" con L'uomo dei pensieri in tasca (El hombre de los pensamientos en el bolsillo), Premio Literario Internacional "Vileg novella dal Judri" con Respiro nell'acqua (Respiración en el agua) y Concurso literario "Filippo Lo Giudice" con Ci fosse un angelo (Hubiera un ángel).