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Travesía oceánica

Clementina Coppini

Nos fuimos a vivir a una grande casa en medio del verde, dos pisos de piezas que conducían a una mansarda con el techo de vidrio y una gran buhardilla de cristal. Éramos ricos, pienso, porque el lugar era lindo, y yo era feliz y era un niño. El pretérito indefinido es mi tiempo, junto con el imperfecto, porque todo los que ha sido está lejos a mil años de este futuro y no tiene contornos, como un bien indefinido perdido demasiado luego y mal.
La mansarda era para mí, para mi hermana Alina y para Catrina, que no sé lo que representaba exactamente en nuestra vida. Quizás era una gobernanta, a lo mejor una tía. Para ser sinceros no me acuerdo, porque todavía no había cumplido seis años. No sabía leer ni escribir. Una noche, el vidrio del techo estalló por la violencia del choque y cayó esa extraña máquina con las alitas de metal retráctiles. Todavía me pregunto por qué eran retráctiles. Un grave error de proyecto, que costó caro.
La última vez que vi mi infancia estaban mamá y papá mirándome cómo me alzaba en vuelo, mudos. Mi hermana ya se había ido y Catrina lloraba.
Salté dentro de la máquina y avancé, avancé, en pijama y pantuflas. Esas maquinitas – obviamente todos lo sabíamos, aunque nunca habíamos entendido bien la incumbencia del momento - habrían llegado junto con la guerra, y habrían tratado de salvar a la mayor cantidad de personas posible. Ahora, helas ahí, y en un micro-momento fue claro que no eran suficientes para todos. Un padre no puede escapar abandonando a sus hijos en el fuego que llega – aunque luego supe que muchos lo habían hecho – y yo me acuerdo en el fondo del iris de mi madre, el terror por el vuelo solitario que me esperaba. En cambio, yo no entendía e iba iba iba con los talones fríos en el cielo oscuro.
Cuando me sentí congelado bajé un poco al suelo, pero un niño a pié apareció desde detrás de un tronco y trató de echarme abajo de mi medio de transporte y de robármelo. No, no quería. Estaba pegado al volante y a los ojos de mi madre: no me habría bajado nunca.
Le di un empujón tan potente al muchacho que le hice perder el equilibrio y me levanté sin esperar, y sin acercarme más al suelo para que no me pudieran capturar.
Volaba sin preguntarme nada. Y ¿qué es lo que podría decirse a sí mismo un niño de cinco años frente a la destrucción total?
Procedía como se hace cuando se tiene que seguir adelante, como se hace a cualquier edad y madurez y conciencia, cuando hay que sobrevivir. No pensaba en mi hermana ni en Catrina, sino en forma fugaz, cuando veía las maquinitas en el suelo y a los ocupantes acostados al lado. Lejos estaba de mí, niño, – a al humano deseo de refrenar el miedo – la consideración de que estuvieran muertos. La mayoría lo estaban, mientras que otros agonizaban sin hacer mucho ruido. Llegué, ya congelado y con el pijama húmedo, a ver desde lejos la ciudad. No la mía, que ya estaba perdida, sino otra a orillas del mar, una que tal como se me presentaba ahora me era desconocida, pero a lo mejor yo había estado allí quizás cuántas veces. Habían edificios altos que ardían. Llegué a la orilla del mar, siempre manteniéndome por lo alto, y me corrí unos metros mar adentro, adonde no podían desarzonarme.
Desde allí miré los edificios en llamas. Me habían dicho que habría tenido que buscar un edificio con una señal luminosa, pero no lograba encontrar la señal frente a mí. No tenía el coraje de darme vuelta hacia atrás, porque el mar de noche es demasiado negro para un niño que está escapando solo.
Miré hacia abajo y en la playa vi montañas de cadáveres, unos sobre otros. Gente que había tratado de escapar pero no lo había logrado. Esta vez entendí de inmediato que estaban muertos, porque el mundo que se incendiaba iluminaba bastante y yo había crecido mucho en la horas anteriores.
Estaba lleno de maquinitas, la mayor parte rotas. Tenía que procurarme otras si quería poder viajar para ver si todavía existía alguien.
Bajé un poco de altura y tomé dos maquinitas. tenía que encontrar un contenedor donde poder poner otras. Y también tenía que encontrar algo grueso para ponerme encima, porque la noche era larga y tenía frío. Baje a robar los vestidos a los muertos, prefiriendo los niños de mi talla. Prestaba atención a que nadie estuviera vivo, porque sentía mucho miedo de los vivos.
Me fui lejos, bajando sólo para obtener nuevas maquinitas que funcionaran. No hablaba nunca y no escuchaba voces humanas y esta actitud se me quedó pegada para siempre. No amo el diálogo, y no lo busco, porque Alex, que soy yo pero no propiamente yo, se quedó toda la vida en vuelo en una maquinita, sin ni siquiera poder pensar en su mamá ni en su papá. Robaba la comida en las tiendas. Al inicio sólo chocolate, pero después inicié a buscar embutidos y pan y, cuando éstos se volvieron incomibles, me dirigí a la comida en latas. Atún, y colines eran mi dieta. Y huevitos de chocolate con sorpresa. Me recordaban los pequeños estremecimientos de mi vida anterior, cuando era bello tener la esperanza de encontrar la pieza que faltaba en la pequeña colección de caracoles piratas. No tenía que acordarme bien, por culpa de Alina y de los ojos de mi mamá, pero no podría olvidarme justamente por el mismo motivo.
Alguien vivo había, pero después del muchacho de la primera noche no podía dejar de esconderme, no podía dejar de escapar. Mi equilibro de sobreviviente niño se basaba en mis esperanzas de individuo solo y no buscaba aleados. Era divertido, porque mi maestra del jardín infantil decía que era demasiado dependiente de los demás niños, que no sabía estar solo. Pero ¿tenía que terminar el mundo para enseñarme algo que habría aprendido tranquilamente con la adolescencia?
Volaba con tantos pensamientos infantiles, y mi infancia terminada. Dormía sobre los árboles o acurrucado dentro de las máquinas, lejos de todo, sobre todo de los muertos, que tenían mal olor.
Llegué a otra ciudad, resquebrajada por las llamas. Era la onceava desde cuando había partido, pero no estaba seguro de haber contado bien. Mientras me estaba alejando vi la señal. No era la primera vez que veía uno, pero esta vez estaba cansado y estaba tentado de ceder e ir hacia ese alguien. Mi madre decía que tenía que tener confianza en los demás, y tantas veces me había reprendido porque yo quería controlar siempre. Decía que no se puede ser tan desconfiado a cinco años. ¿Y si ahí había uno como el niño que había encontrado la primera noche, ese que había tratado de hacerme caer al suelo?
Miré la señal, miré el mar. Hice una buena provisión de comida, remolqué cuatro maquinitas y encaré la oscuridad. Creía que había atravesado el océano realmente, pero era un tracto de mar bastante limitado. Dos océanos para un niño. Más de dos océanos para mí que soy viejo. Al final era un niño trastornado – y ya no tan niño – y divisé la tierra.
Una ciudad quemada, como de costumbre. A la orilla del mar, como aquélla desde donde había salido. No habían muertos por las calles, y esto me gustaba. No habían maquinitas y yo no podía más.
Fue así que cuando vi la señal decidí obedecer a mi madre y me dirigí hacia una especie de gimnasio desmantelado. Adentro habían cuatro personas. Todas corrieron hacia afuera y se pusieron a llorar. Era el primer niño que veían desde que el mundo se había terminado.
El primer vivo. Los sobrevivientes que encontré ese día me criaron, me instruyeron y me amaron. Con el tiempo tuvieron hijos propios, pero yo seguí siendo para ellos como un don mandado del cielo. Todos supieron lo que había hecho, como había sobrevivido. Mis veinte padres decían que mi vida era un milagro. Quedé mudo por algunos años, luego llegué a ser padre de la patria. Todos lo querían, y, al final, yo también. Soy el presidente del nuevo mundo, una leyenda viviente y también un gran sabio. Pero también soy Alex, y algunas veces tengo de nuevo cinco años. He ayudado a refundar la especie humana, pero no he tenido hijos. No tuve coraje para correr el riesgo de tener que colocar un día a un niño de cinco años sobre una maquinita volante y hacerlo vagar por entre las chatarras de la Tierra en pantuflas.
He buscado y buscado el motivo de lo que pasó y al final me vino la sospecha que, de consunción en consunción no hubiera quedado nada.
He atravesado el bien y el mal, como conceptos y como heridas, arrollado por la inmensidad de moléculas de agua que sofocan el océano y le dan peso, y nunca he entendido el motivo de nada. A ciertas personas les son negados los puntos firmes, no hay nada más que decir. Por esto, al final se consideran sabias.
Me aterra tremendamente la idea de un vuelo tambaleante sobre el mar, la imposibilidad de aterrizar en la playa. Todavía vuelo en esa maquinita que me alejó de mi mamá y siempre tengo miedo de bajarme.
Siento un vacío frío.

Traducido por: A.M. Gabriela Bustamante Escobedo

Clementina Coppini nace en Milán. Se titula en letras clásicas. Durante muchos años escribe libros para niños para Dami Editore, entre los cuales tenemos la serie "Mamma, raccontami una storia" (“Mamá, cuéntame un cuento”) y una serie de resúmenes para niños pequeños de clásicos de la literatura, incluso la Odisea. Ha publicado La guida insolita di Milano (La guía insólita de Milán) e La guida insolita della Lombardia (La guía insólita de Lombardía) (Newton Compton), I Lombardi e i Veneti (Los Lombardos y los Vénetos) (serie guías xenófobas, Ediciones Sonda). A veces traduce textos del inglés para Il Battello a Vapore (El Barco de Vapor). Actualmente trabaja para algunas revistas tradicionales y online ("mondointasca.org", "Vie del Gusto", "Genteviaggi", "Class", "Vivere") y desde hace un mes ha iniciado a publicar sus cuentos en el sitio dols.net.

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Anno 3, Numero 15
March 2007

 

 

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