La ventana de nuestro dormitorio, único dormitorio de nuestra microscñópica casa, daba a la calle. Al frente, en la otra acera, había una casona llamada “de los muchachos”. Una larga casa amarilla, de dos pisos, con puertas y ventanas verdes, en la que vivía una mezcolanza de adolescentes extranjeros. Los italianos les llamaban “muchachos desviadores”, es decir, muchachos con problemas, con riesgo de volverse delincuentes. Por esto habían sido colocados allí. En cambio nosotros les llamabamos “nuestros muchachos de la casona”.
En la casa para seguirlos y “orientar sus actividades”, se alternaban tutores escogidos por el servicio sanitaria local.
Dos de los muchachos de la casona, dos hermanos marroquíes de nombre Yousif y Abdelkader, eran considerados por nosotros extranjeros como “hijos del barrio”. Los habíamos criado. No había casa en la que no hubieran entrado para beber, comer o hacer que les regalaran dinero para comprarse vertidos a la moda, en el mercado del sábado.
En el barrio, la comunidad de los extranjeros, que lo ocupaba casi completamente, había vivido en armonía hasta el año anterior, cuando un grupo de adolescentes albaneses, cuatro muchachos y una chica, habían llegado a la casona “de los muchachos”. Desde entonces habían comenzado las preocupaciones.
Los albaneses y “los hijos del barrio” peleaban a puñetazos. Cada mañana.
Y cada mañana los tutores, medio dormidos, bajaban a la calle a esperar. Poco después, una patrulla de la policía con la sirena que rasgaba el aire, llegaba a toda rienda. Se detenía bruscamente frente a la verja verde y se bajaban dos policías con porras y demases, quienes, siempre a golpes, separaban a los muchachos.
Este episodio, que se estaba transformando en una costumbre, había alarmado a todo el barrio. Pos dos motivos. El primero por su natural preocupación hacia “los hijos del barrio”. Con todos los medios posibles se había tratado de lograr que los muchachos contaran los motivos de esas peleas al amanecer, pero toda tentativa, incluso aquéllas hechas por las ancianas que ellos llamaban madres, como mi abuela, había sido vano. Es más, había empeorado la situación. Con cada tentativa se había engruesado el manto oscuro en que envolvían el motivo de esas peleas.
El segundo consistía en el hecho que a nadie le gustaba ver a la policía en el barrio. ¿Quién frente a la policía no temblaba de miedo? ¿Quién no sentía ese extraño hormigueo en las piernas que induce al movimiento alegre y creciente que te lleva hacia otro lugar, un lugar lo más lejos posible de su vista? Ser honestos, lo más honesto del mundo, frente a ellos no te quita de encima otro crimen, el más indeleble, el de ser extranjero. Del sur del mundo.
Desgraciadamente, en de deshacerse al sol suave del otoño, la causa de esas peleas mañaneras se intensificó y se volvieron una normalidad cotidiana a las cuales, al fin, nos tuvimos que acostumbrar.
Cada mañana, casi a las siete en punto, con una diferencia de sólo unos diez minutos, el silencio del barrio era roto por la sirena de la patrulla de la policía que desgarraba el aire tal como un cuchillo rompe un tejido y lo abre en toda su longitud.
La puntualidad del hecho era tal que la gente del barrio lo había empezado a usar como despertador. Pasó el invierno y ya cerca de nuestra Cuaresma Pascual, el despertador del barrio todavía era la sirena de la patrulla policial. Y siempre con la misma situación llegamos a la vigilia de nuestra Pascua, que ese año, por deseo de los astros, coincidía con la Católica.
Y justamente en virtud de la conjunción favorable, la abuela Berechtì había pensado en el día de Pascua como el día justo para invitar, o mejor dicho, examinar a mi novio italiano.
Como de costumbre, la noche anterior al día ninguno de nosotros había puesto el despertador.
Al día siguiente, la abuela Berechtì se había despertado bien, y había pensado que todavía era temprano, ya que el sonido estridente del despertador habitual no se había escuchado.
La abuela Berechtì se había volteado hacia la derecha para controlar el sueño de mi madre, que dormía en la cama matrimonial con ella, y luego hacia la izquierda, donde estaba la cama chica donde dormía yo; luego se había levantado y se había asomado a la ventana.
Lo que vio era tan sorprendente que por la misma maravilla echó un grito: “Woi Gheta! Woi Fetarì! Vengan a ver. Déjense de dormir y vengan a ver”.
En la calle, frente al patio de la casona, estaba la acostumbrada patrulla. La puerta del chofer estaba cerrada. Desde la ventanilla se entreveía al chofer: estaba casi acostado, con el asiento reclinado. La otra puerta estaba abierta. El segundo policía había bajado y estaba frente a la red que cercaba la casona. En la otra parte, la muchacha del grupo de los albaneses. Con una rosa hecha pasar a través de la red, el policía le acariciaba el rostro. Los dos cuchicheaban y se miraban.
Estaban flirteando.
En el extremo opuesto del patio, con la espalda apoyada a la pared del edificio y trasero en el suelo, estaban sentados en fila los muchachos albaneses junto a Yousif y a Abdelkader. Se reían mirando la extraña pareja. Yousif y uno de los muchachos albaneses se daban codazos cómplices.
Creo que toda la gente del barrio, con las ventanas en ese punto, estaba observando la escena. Todos asombrados como nosotras.
La abuela Berechtì despegó los ojos de los enamorados para buscar los de su amiga, en la ventana de la casa que colindaba con la casona. Su amiga también hizo lo mismo.
Los ojos de las dos mujeres se encontraron en un diálogo gestual. La abuela Berechtì levantó los ojos hacia el cielo. Quería decir que esa feliz situación era uno de los grandes y pequeños milagros que el Señor se complacía con regalar en el día de su Resurrección. La amiga estuvo de acuerdo.
Luego, la abuela Berechtì, se volvió hacia mí y dijo con aires de guerrera: “Hoy el Señor está de buen humor. A lo mejor hay algo bueno también para ti. Ve a buscar a tu novio blanco y veamos....”
“¿Qué has cocinado?” pregunté tratando de esconder mi preocupación.
“Lo de costumbre para Pascua: dorò wot, yebeg wot, y luego lecho de cebollas con pedazos de ají para el tibs que saltaremos al momento”.
“¿Lo has hecho demasiado picante?”,
“No hija, lo justo” respondió, pero yo no le creí.
Ya estaba acostumbrada a su hábito de examinar y dispersar a todos los pocos novios italianos que había tenido usando lo picante.
Yendo al baño eché una ojeada al sartén donde había preparado la cebolla para el tibsi. Un ímpetu de rabia se apoderó de mí.
Generalmente el tibs se hace saltar en un lecho de cebollas con trozos de ají verde, pero eso era un mar de verde en el que lo dorado de la cebolla saltada ni siquiera se veía.
“Abuela!!”, grité.
Ella no se movió de la pieza. Me dirigí hacia ella furiosa. “La preparación para el tibs es todo ají verde!!”
“¿Y qué?” respondió seráfica.
“¿Y qué?” No te ha bastado ni siquiera echarle tanto, le has echado ese pequeño de los paquistaníes, que tampoco logras comer tú”.
Ella se dio vuelta hacia mí con toda su gran presencia: “Un hombre que no sabe resistir a lo picante sobre la lengua, tampoco sabrá resistir al carácter especiado de las mujeres etíopes”, dijo. No repliqué nada. Tanto era inútil. Fui al baño pensando en que Él estaba acostumbrado a lo picante. ¿Acaso, no nos habíamos conocido en el restaurante África? Y Kidane, el propietario, ¿no me había dicho tal vez que era un verdadero Habescià, que comía picante igual o incluso más que nosotros?
Me lavé pensando en esto, e vestí pensando en esto y salí golpeando la puerta, nerviosa pensando en ese mar de fuego verde que flotaba en el sartén.
Yo y él nos habíamos dado cita en Puerta San Felice. De allí habríamos ido al centro para vernos con Taifur, Awet y Titti, luego, al final de la mañana, habríamos ido a mi casa para el terrible examen.
Cuando llegué a Puerta San Felice, él me esperaba en la parada. Bajé.
“¿Entonces – me preguntó abrazándome – hoy es el gran día en que me someteré al terrible examen?” “”No bromees, estoy preocupada. Mi abuela es tremenda. No sé cómo podrás te las arreglarás. Sabes, ha preparado la base para el tibsi verde. Es todo ají picante”.
Sin dejar de abrazarme trató de hacerme reír. “No te preocupes, sabes que estoy acostumbrado a lo picante. ¿Acaso no te tengo a ti para mosdisquear?” “Venga, tonto!!” dije riéndome; quería agregar algo más, pero estaba llegando el bus y él me tiró de la mano. “Es el trece, vamos.”
En el bus, nos ubicamos cerca de la puerta de bajada, al lado de una pareja de ancianos.
Después de algunos metros, me di cuenta que los dos ancianos tenían los ojos luminosos como los niños cuando exploran un nuevo territorio.
Con la mirada examinaban las tiendas en el portal.
El hombre, pequeño, delgado y distinguido en el vestir, a un cierto punto, con un salto eufórico, dijo a la mujer: “Mira, todavía existe la vieja pizzería Amore”. Ella, igual de pequeña, con la aureola de rizos azulados y un ligero abrigo rojo, replicó: “De seguro no estarán más los propietarios de antes. Quizás la administrarán los nietos”. “Tal vez la habrán vendido, pero el nombre sigue siendo el de ese entonces – dijo él, después de un momento de reflexión – quizás si la pizza es tan buena como en los viejos tiempos.¿Te acuerdas Ana?”. “Cierto, cómo podría haberme olvidado. Pizza pequeña y fragante!!” Y él: “Recuerdo las carreras para el último vaso de grapa, a las dos de la mañana, cuando cerrábamos la tienda el sábado por la noche. Y Mimmo, el propietario de la pizzería, nos daba algunos triángulos de pizza recalentados porque la grapa sin nada, a esa hora de la noche, hace tira el estómago, decía él”.
“Eh!! En esos tiempos todavía estabas soltero. Yo no te he permitido nunca beber a esa hora de la noche desde cuando estamos casados”.
El bus avanzó de algunos metros en la caótica calle San Felice y los dos ancianos, Ana y...., el marido, seguían recordando el pasado, como un pequeño velero que aparece y desaparece entre las olas del océano.
“Mira – dijo él de repente – ahí estaba mi tienda. Es decir, la tienda en la que trabajaba como vendedor. La mejor tienda de guantes, sombreros y bastones de paseo de toda Bolonia. Ah!! Qué tiempos aquellos”. Algunos metros después, ella apuntó el dedo para señalar una pequeña tienda, casi al final de la calle: “Carlos, mira, hay un negocio hindú. Mira qué colores..... Antes había una tienda de filatelia, gris, como la piel de su propietario”.
“No me acuerdo” dijo el marido, Carlos.
“Sí, era así. Había una filatelia”.
“Estoy seguro que tienes razón, Ana. Tú eras la mujer del centro. Yo era el hombre de periferia”.
El bus ya había llegado al semáforo. En dos paradas más nos habríamos bajado en Plaza Mayor.
Por todo el tiempo de sus comentarios, yo y Luis habíamos sonreído. Sonreído al candor con que los dos ancianos prodigaban las emoción de sus recuerdos de juventud.
En el semáforo, el marido Carlos, se dio vuelta hacia nosotros. Los ojos se dirigieron hacia nuestras manos entrelazadas, hacia el contraste de oscuro y blanco de la piel.
“Queridos muchachos – comentó – basta con llegar a viejos y se ve el mundo que cambia. Cuando era joven yo, podías elegir entre una mujer de ciudad y una del campo. O al máximo, como en mi caso, podrías ser un hombre de periferia y tener la ambición de una mujer del centro. En cambio ahora, ustedes pueden escoger entre mundos diferentes”.
Llegó nuestra parada. Nos bajamos para encontrar a Taifur, Awet y Titti. Pasamos juntos algunas horas en el bar Asmara y luego nosotros tomamos nuestro bus hacia el barrio Corticella.
El último tramo de la calle Corticella, donde se concentraba la presencia de nosotros extranjeros, era un barrio que se parecía a una ciudad media bombardeada. Edificios que mostraban el sentido precario de su estación erecta se asomaban a calles con el asfalto desfondado. Nosotros vivíamos en esos edificios precarios como nuestros permisos de residencia. Y pagábamos un dineral para poderlos habitar.
Algunas veces, mi abuela había tratado de indicar a la municipalidad que mientras sacaba una telaraña con una escoba del cielo raso del baño, había visto una mancha de humedad y con el palo la había raspado. Había caído un pedazo de revoque. Había metido el palo en el hoyo y seguía entrando sin fin. Luego, a un cierto punto el filipino del piso de arriba le había gritado: “Señora, saque su escoba de mi baño”. Los del municipio no habían hecho otra cosa que reírse.
Todo el barrio estaba en las mismas condiciones, pero era de propiedad de uno importante y esto lo explica todo.
Después de algunos años, en un departamento, en plena noche, se derrumbó el pavimento de la cocina. Los dos arrendatarios, una pareja de iraníes refugiados políticos, fueron acogidos en casa de un joven siciliano que vivía en el barrio. El edificio fue evacuado y se derrumbó pocos días después. Aquel en el que vivíamos nosotros se derrumbo poco tiempo después. Pero estos hechos que les estoy narrando sucedieron tres años después de ese fatídico domingo de Pascua y nosotros ya no vivíamos en el barrio.
En la última parada, frente a la casona “de los muchachos” nos bajamos. Él me apretó la mano para darme coraje. Le sonreí agradecida.
Cuando entramos a la casa, el olor de ají era tan fuerte que me hizo toser: “Abuela, pero aquí no se respira!!”dije. Ella no me tomó en consideración, sino que se presentó a él con una sonrisa de circunstancia.
El mesob reinaba ya en el centro del pequeño comedor. Habríamos comido allí, como dice la tradición, todos con las manos en el mismo plato.
Llegó mi madre, ella también se presentó a él, luego mi abuela destapó el mesob y nos sentamos alrededor. “Uhmm!! Bueno!!”, exclamó él, aspirando el aroma. Ella, la terrible guerrera que había derrotado a todos mis novios italianos anteriores a él, levantó un párpado para lanzarle una ojeada dudosa. Él, sin hacer caso a su ojeada, arrancó un pedazo un trozo de ingera y lo sumergió en la salsa. Envolvió la ingera alrededor de la carne haciendo un perfecto cono, un bocado de hombre, con el centro entre los dedos y la punta del cono que toaba la palma de la mano, luego se lo lanzó a la boca. Sin decir una palabra, ni soplar, y sin ni siquiera pedir de beber, siguió comiendo, arrancando trozos de ingera y haciendo grandes bocados de hombre. Comió de las diferentes salsas, siguiendo las indicaciones que le había dado: tomar siempre la comida que se encuentra delante de sí sin invadir nunca con las manos la zona de los demás. En el restaurante África no había aprendido a comer del plato común.
Después de las salsas rojas, la abuela Berechtì, todavía insatisfecha de esa demostración de resistencia, saltó la carne del tibsi en el lecho de ají verde y la sirvió. Ninguna de nosotras tres fue capaz de comerse más de tres bocados. Era un infierno de fuego en la boca. En cambio él siguió comiendo. La abuela Berechtì ahora lo miraba con los dos ojos y su mirada había cambiado. De dudosa había tomado la vena de la maravilla. Una vez terminada la porción, ella se levantó para servirle otro cucharón del sartén. Yo me quejé: “Abuela, basta!!”. Él me hizo callar con los ojos y luego se dirigió a la abuela Berechtì: “Gracias señora. Es exquisito”.
“Muy bien, hijo”, respondió ella. Comenzaba a ser conquistada.
Una vez terminada esa segunda porción, la abuela Berechtì comenzó a interesarse en él. Le preguntó sobre su familia, su trabajo, su vida.
Después del almuerzo se pasó a la ceremonia del café. La abuela Berechtì preparó el brasero, tostó el café, puso el polvo del café molido en la cafetera de greda y esperó.
Cuando el café estuvo listo, lo sirvió en las tazas sin asas. Las llenó hasta el borde, dejando entre el borde y el líquido oscuro el espacio de un grano de arroz en horizontal. Tomó una taza y sin ningún plato como base, se la ofreció.
Él tomó la taza y apretó el borde entre el dedo medio y el meñique, dejando el anular levemente levantado, en un gesto un inició a paladear el café hirviendo.
Todos mis novios italianos anteriores no habían soportado el calor de la taza sobre la piel de los dedos y habían pedido un plato para apoyarla. Pero él, nada. Apretaba esa tacita y bebía como un verdadero Habescià.
Al final del tercer café, la abuela Berechtì había levantado una mirada velada de conmoción: “Tienes los ojos de mil verdes –e le había dicho – tal como el padre de Alem”, es decir, como mi padre.
Estaba listo. Él había superado el examen.
Como indicio de total bendición y consentimiento, la abuela Berechtì le dijo que, en la tarde, si quería podía descansar, junto a mí, acostándose en su cama.
Él aceptó la generosa oferta.
Mientras él y yo dormitábamos en el único dormitorio de nuestra casa, escuchaba a mi madre y a mi abuela que cuchicheaban en el salón.
Las palabras gravitaban alrededor de esa vieja discusión: la ceremonia del Teskar que nunca se hizo para mi padre.
“Su alma – decía mi abuela Berechtì – todavía está esperando el Teskar. Nadie comió en el banquete en su honor seis meses después de su muerte. Ningún mendigo ha sido invitado ni ha bendecido el alma de tu difunto marido. Y ya sabes, sin Teskar los difuntos son como un coche sin gasolina, porque no tienen ninguna bendición de los pobres que han comido gracias a ellos”.
“Pero ya sabes por qué no hemos hecho el Teskar: porque él era un blanco”.
“Esto es lo que dices tú. Yo nunca lo he dicho ni lo he pensado. Él habrá tenido la piel blanca, pero era uno de nosotros. Uno de nuestra raza. Un verdadero Koblalit , como hay pocos”.
“Está bien, tal vez tengas razón. Teníamos que hacerle el Teskar. Matar un buey, cocinar, hacer la tela y el tegh, invitar a todos los pobres de Addis Abeba, o de Debre Libanos, darles de comer........, pero no lo hicimos, por lo tanto, cerremos este tema. Ahora estamos en Italia y no lo toquemos más”.
“Tu eres una inconsciente. No entiendes que tenemos que hacer algo. ¿Por qué crees que tu hija no logra hacer funcionar un noviazgo por más de seis meses? Los mismos meses que para el Teskar. Es el alma de su padre que está pegada a ella y quiere ser recordada.....!!”
“Pero ¿qué estás diciendo?!! Eres tú que le has hecho escapar por lo menos tres”.
“¿Esos? No me estarás diciendo que ésos podrían ser sus maridos. Eran blancos, de esos con el ancla al pie que no se mueven más allá del patio de su casa. Tu hija necesita un Koblalit”.
“En definitiva, ¿qué quieres que haga?”.
“Sería suficiente que abrieras tu corazón y la respuesta a esta pregunta saldría sola. Hija, no se puede correr el riesgo que se le escape también este novio. Digo, ¿lo has visto? De todos los que ha tenido te digo que este es el más justo, es más, justísimo para ella. Piensa, tiene los ojos de mil verdes como tu marido y, además, como trabajo estudia el viento. Imagínate, el viento. Verás que uno que estudia el viento sabe qué quiere decir ser un Koblalit”.
Luego, escuché dar un portazo. El resto de su discusión siguió afuera, donde no llegaba mi oído.
Esa noche, cuando Él se fue, rechazando la invitación a alojar, nosotras tres nos retiramos al dormitorio.
Debajo de las mantas cerré los ojos para escuchar los habituales ruidos de la noche de los días de fiesta, cuando la abuela Berechtì se quitaba el vestido blanco bajando la larga cremallera posterior y luego los aretes y los colgantes y los apoyaba sobre la cómoda, con un ruido seco, como un golpe a la puerta.
Esperé con los ojos cerrados por algunos minutos, luego no sintiendo ningún ruido, los abrí. La abuela Berechtì tenía los ojos clavados en mí.. “¿Qué pasa, abuela?”. “Alem, creo que luego tendrás que viajar” dijo ella.
Soy hija de un soplo nómada. Toda mi familia pertenece a una estirpe nómada “Los Koblalit”. Cuando era pequeña, como una plegaria, había tenido que memorizar los nombres de mis antepasados, hasta los fundadores de la estire: la yemenita Ewan y el tigrino Ghebre Sellasè.
Era una extraña estirpe la nuestra. Para formar parte de ella había que tener el alma del nómada. Por esto mi padre había sido aceptado hasta perder el sobrenombre de “el blanco de la Koblalit” y tomar el de “Koblalit venido de ultramar”.
En nuestra estirpe, moverse desde un extremo al otro del país es un hecho común, muy común. Recorrer a pie decenas e incluso algunos cientos de kilómetros para participar a un bautismo o a un matrimonio o, incluso, más sencillamente, para ir a visitar a algunos parientes que no se veían desde hacía tiempo, y a lo largo del camino detenerse donde otros parientes en las aldeas cercanas, todo esto, para nosotros, no tiene nada de excepcional. Para nosotros, moverse es un hecho natural, y moverse no significa viajar.
Viajar es completamente otra cosa.
En nuestra estirpe el viaje es una terapia. Cuando una persona sigue repitiendo los mismos errores o encuentra siempre el mismo destino, aún habiendo tratado de cambiar ruta, entonces se lleva a donde los ancianos y ellos le indican un viaje. Un retorno a algunos lugares del pasado, para sumergirse en las viejas emociones y encontrar la que ha enganchado el alma como un garfio, la sujeta y le impide continuar por su camino.
Cuando la abuela Berechtì pronunció esas fatídicas palabras: “Alem, tendrás que viajar” sentí un escalofrío de aprensión que me recorría la espalda. Sabía qué es lo que significaba: muy pronto habría tenido que partir para Etiopia.
(1)De la novela “Due uomini con gli occhi di mille verdi”(Dos hombres con los ojos de mil verdes)
Gabriella Ghermandi, ítalo-etíope, nace en Addis Abeba en 1965, y se transfiere a Italia en 1979. Desde hace muchos años vive en Bolonia, ciudad originaria del padre. En 1999 gana el primer premio del concurso para escritores migrantes de la asociación Eks&Tra, promovido por Fara Editore, y en 2001 el tercer premio. Ha publicado cuentos en otras colecciones y revistas. Es la coordinadora y promotora del proyecto El Ghibli.