Estiércol y sangre. Esta fue la mezcla de olores que la arrollaron cuando se metió en la pequeña choza de barro, empujada por la mujer sin lengua, como la llamaban en el pueblo.
Alba sintió un fuerte retorcijón en el estómago: de la improvisada cama de paja debajo de la ventana, la niña la miraba con ojos inmóviles y brillantes que parecían tragar las cosas a su alrededor como dos inmensos hoyos negros en que el tiempo transcurría al revés y todo se volvía lo contrario de sí misma. Su cuerpo diminuto estaba paralizado en posición fetal debajo de la manta de lana áspera. Parecía que nunca hubiera nacido.
Se arrodilló delante de la cama y alzó delicadamente la manta. Estaba manchada de sangre y su mano vaciló un poco. No tendría más de seis años. Su cuerpo desnudo, cerrado sobre sí mismo e inmóvil, era delgado y débil. Un extraño barro se había mezclado con la paja a la altura de su anca.
Cuando la volteó delicadamente, acostándola de espaldas, involuntariamente dio un salto hacia atrás, como si hubiera recibido un fuerte puñetazo en el estómago.
“¡Dios mío, no!” La voz se le quebrantó. Era como un llanto al revés, una desesperada oración para que lo que estaba viendo no fuera verdad.
Entre las piernas flacas que quemaban, vio lo que ninguna mujer en el mundo debería ver nunca y que ella no habría olvidado nunca más: los genitales de la niña habían sido brutalmente mutilados. Todas las partes externas habían sido cortadas torpemente y en forma irregular.
Un trozo de vidrio, pensó, o una hoja mal afilada.
Los cortes todavía estaban abiertos. Era como si su cuerpo no quisiera cerrar esa herida absurda y la quisiera dejar así, como un ojo ciego que se obstina en seguir abierto. Alguien había tratado de detener la sangre poniéndole encima un poco de tierra oscura que luego se había mezclado con la sangre formando un lodo extraño.
Alba comprendió de inmediato que la pequeña estaba como sentada en el borde de un precipicio, lista para resbalar hacia abajo. Había dejado de combatir y su mirada estaba fija en algo que ya no era de este mundo. Las esperanzas de vivir eran muy débiles, tal como su respiración, pero ella todavía no quería aceptarlo.
“No, pequeña, todavía no”, seguía repitiéndole, como si hubiera querido conjurar a la muerte que ya sentía allí, en el aire de la choza que de golpe se había vuelto helado. Se quitó la camisa y, levantándolo dulcemente, envolvió el cuerpo increíblemente liviano. Sólo en el hospital podía tratar de hacer algo.
Sentía una tensión nerviosa en las piernas: tenía que correr, correr lo más rápido que pudiera, le parecía nadar contra la corriente en el río de un destino ya trazado. Apretaba contra sí ese cuerpo fláccido como una muñeca de trapo. No sabía si todavía estaba viva, pero no quería detenerse, como si su carrera pudiera engañar a la muerte que se había quedado parada en la choza para una cita lejana.
Cuando llegó a su pequeño hospital improvisado, Alba apoyó el cuerpo de la niña y, finalmente, tuvo el valor de tomarle el pulso. Todavía respiraba.
Lo primero que hizo fue limpiarle la herida. La tierra se había metido por todas partes. Luego, por un tiempo que le pareció infinito, trabajó para quitarle las espinas con las que las manos torpes habían cerrado la parte posterior, dejando sólo un pequeño espacio mantenido abierto por una trozo de madera. Además, la piel de la niña se había desgarrado alrededor de las espinas formando pequeños nódulos de infección. Le temblaba el corazón, pero era lo único que se podía hacer: tuvo que abrirlos con un bisturí. Cada vez que cortaba le parecía sentir en el cerebro esa punta. No tenía anestesia, sólo morfina, pero temía que la pequeña, ya débil, pudiera no resistirla.
Así, tuvo que recorrer el camino de la violencia al contrario, tratando de poner remedio al dolor con otro dolor. La niña tenía los ojos fijos en el vacío. No tenía la fuerza para moverse y la única señal del dolor que sentía eran las lágrimas. Alba vigilaba con ansiedad ese llanto.
Mientras pueda llorar, quiere decir que está viva, pensaba.
Cuando terminó, desinfectó las heridas, las espolvoreó con un polvo antibiótico y cubrió todo con gasas limpias. Tenía que tratar de bajarle la fiebre. Si hubiera subido mucho en las horas sucesivas, la pequeña no habría sobrevivido. Tomó una esponja embebida de agua tibia y la pasó delicadamente sobre el cuerpo que temblaba. Luego la tapó y, levantándole con cuidado la cabeza, trató de que bebiera agua azucarada. Logró sólo echarle algunas gotas en la boca. Se sentó junto a ella, y siguió pasándole la esponja mojada sobre la frente.
Alba tenía las lágrimas en la garganta. Sentía el escalofríos del horror y de la rabia sobre la punta de los dedos que habían cocido y desinfectado por más de cuatro horas sabiendo que nadie ni nada habría podido cerrar nunca la parte más profunda de esa herida.
Ella quería retener esa criatura de la cual no conocía ni siquiera el nombre, clavarla a este mundo y hacerle respirar el aire que la había envenenado. Quería hacer que viviera el cuerpo que su gente había vuelto manco y sufriente.
Se sentía como tantos años atrás, cuando, niña, había querido mantener en vida a ese pequeño merlo al que sus compañeros habían quebrado el ala con una honda. Ella lo había llevado a su habitación y durante muchos días le había dado de beber y de comer directamente en la boca, a la fuerza.
Cuando sanarás, te dejaré ir, le decía, tratando de hacer que volara en el espacio estrecho de su pieza. A pesar de la comida, del agua y del amor que le había obligado a tragar todos los días, su merlo no había volado más. Una mañana lo había encontrado inmóvil en el nido improvisado de cartón y pañuelos.
Se le cerraban los ojos. Apoyó la cabeza en la cama. Ahora el merlo estaba allí, ella estaba cansada y él no quería volar, no estaba allí, debajo de las mantas, mañana, sí, mañana volará.......
Cuando se despertó, sentía la cabeza como de plomo y le dolían todos los huesos. La niña no se había movido. Se le apretó el corazón.
“No, pequeña. no”, gritó agachándose hasta rozarle la cara. Respiraba.
”Dios mío, gracias”, dijo despacio. Pero Dios todavía podía cambiar idea. No lograba separarse de esa respiración que quería sentir una y otra vez.
“Así, cachorrito, respira”, seguía repitiendo mientras apretaba la mano pequeña que ya no quemaba.
Aún estaba doblada sobre la cama y acariciaba la frente de la niña, cuando entró Suna, su anciana asistente kikuyu.
“¿Está viva?” preguntó, preocupada.
“Está viva, Suna. ¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Cómo supiste?”
“Sheena, la mujer sin lengua. Llegó corriendo a mi casa, golpeando la puerta como una loca. Yo creía que se estaba quemando la ciudad. Luego me lo contó todo”.
Se detuvo un momento, sofocando un suspiro.
“Sabes, cuado supe que es lo que habías hecho, entendí que habías tomado uno de esos caminos que se pierden en las arenas movedizas. Aquí la vida sigue senderos extraños. La niña que duerme en tu cama es la hija de Asha “.
“¿Quién es Asha?“
“Asha era una prostituta. Seis años atrás, quedó embarazada de alguien de quien no conocía ni siquiera el nombre. Las ancianas del pueblo se habían ofrecido para que se deshiciera del fruto del pecado de su vientre. Ella no había aceptado y había querido tenerlo. Así, pocos meses después, nacía Kari. Hay criaturas que nacen con la maldición en la sangre. Asha murió pocos días después.
Por castigo divino, había concluido el pueblo. Cuando fui allí, entendí que el castigo divino había llegado mediante una papilla de estiércol y hierbas con la que una anciana matrona había recubierto las heridas del parto. Era demasiado tarde. Asha había contraído una infección que la había matado en pocos días.
Kari, la hija de nadie, como la habían bautizado cuando aún estaba ene l vientre materno, quedó en manos de una anciana que vivía afuera de la aldea. Después del rito de purificación, habrían podido volver al pueblo. Pero ahora todo ha cambiado”.
“¿Por qué?”
“Porque tu has intervenido en un rito sagrado que habría servido para “corregir” las inclinaciones impuras que la niña había heredado”.
“¡Que, en cambio, la estaba matando!”
“Para ellos habría sido la voluntad de Dios”.
“¡Si la voluntad de Dios está en las manos criminales que le hicieron esto, no me atrevo imaginar las formas que toma el diablo en este lugar!”
“Es que para ellos tú eres una especie de bruja forastera. Piensan que tú has vuelto a coser lo que ellos habían cortado para purificar. La has vuelto de nuevo impura, para ellos. ¿Entiendes?”
“Sí, creo que sí. Y ahora, ¿qué pasará?”
“Kari no volverá a ser aceptada nunca en esta comunidad. Su destino ya está trazado. Siempre lo ha sido...”.
”¿Qué significa no será aceptada? ¡Tiene sólo seis años! ¿Dónde quieren que vaya?”
“A nadie le importa donde va la hija de nadie….”
Alba se acercó a la cama donde la niña descansaba tranquila. Entre los párpados semicerrados se entreveían las pupilas que se movían lentamente.
Está soñando, pensó sonriendo.
“Esto o la muerte. No te han dejado tantas posibilidades, pequeña”.
Le corrió los cabellos despeinados de la pequeña frente. Parecía una muñeca de ébano abandonada en el banco de un mercado de cosas usadas.
Sentía que el corazón le temblaba con una emoción nueva. Antes de que aclarara a través de los cristales polvorientos del hospital, ella ya había decidido.
Cuando Suna, preocupada, trató de alejarla de la cama, ella se volteó y, mirándola fijo en los ojos, dijo:
“Kari ya no es más la hija de nadie. Ahora es mi hija.” Apretaba la mano de la niña con la misma decisión con la que, tantos años atrás, había obligado a volar a un ala quebrada en ese espacio tan estrecho de su habitación.
Ingrid Beatrice Coman nace en Rumania en 1971. A veintitrés años se traslada a Italia donde continua los estudios y se dedica a la pasión de la literatura. Frecuenta laboratorios de narración, como el del escritor Raul Montanari, y de escritura de guiones cinematográficos como la Holden de Turín. Ha publicado cuentos escritos en italiano: "Evghenij che torna" (Evghenij que vuelve) (Ellin Selae 2001), "Il re della 54" (El rey de la 54) en una antología de Raul Montanari Onda lunga (Archivi del '900 2001), "La stanza degli ospiti" (La habitación de los huéspedes) en Il laboratorio dei Segnalibro (Roma 2002), "Non ti aspettavo più" (Ya no te esperaba) (Ellin Selae 2006), y la novela dedicada a la historia del pueblo afgano La città dei tulipani (La ciudad de los tulipanes) (Luciana Tufani Ed. 2005). Participa activamente en la revista literaria "Sagaranaonline" y está terminando la novela inédita Tè al samovar (Té en el samovar), ambientada en los campos de concentración soviéticos de los años cincuenta.