Él era todavía un niño. Tenía sólo dieciocho años. Y un futuro trazado: antes de fin de año habría tenido que casarse con la mujer que desde hacía tiempo su familia le había escogido como esposa. Era linda, como puede serlo una adolescente. Tenía un cuerpo inmaduro, que pedía afecto y ternura, más que matrimonio y preñez. Pero matrimonio y embarazo era lo que se le pedía, que se le imponía. Afecto y ternura, si es que hubieran llegado, habrían sido dones gratuitos, frente a los cuales ella tenía que inclinarse, con las manos juntas, palma contra palma y dedos contra dedos, como si estuviera rezando, agachando la cabeza y alzando los ojos sólo para decir gracias, en el modo más silencioso, dulce, modesto y sumiso posible.
Ella vestía siempre un uniforme: el vestido de la escuela. Se levantaba temprano en la mañana, iba al jardín y sacaba agua del pozo con un balde que luego se vaciaba encima para lavarse y secarse rápidamente bajo los primeros rayos del sol. Volvía a casa envuelta en una toalla, la colgaba en un gancho que había en la pared y se ponía una blusa blanca y una falda azul. Así vestida se sentaba a la grande mesa de la cocina que estaba puesta y bebía chai comiendo algunos idli, la abuela le gritaba “Come por lo menos un poco de arroz y una banana”, pero ella fingía no escucharla y corría hacia el bus que la llevaba del pueblo a la ciudad. De la calma apagada de Chingavanam a la encendida locura de Kottayam. Corría entre las piedras y el polvo, entre los árboles y las flores, con un bolsón lleno de cuadernos y de lápices, de cuentas y de cartas, de informaciones y de pensamientos. Corría y sonreía. Volvía a casa para el almuerzo feliz de poder volver a abrazar a los abuelos, a los padres, a los hermanos, pero sobre todo a Thankam, nacida hacía sólo cuatro meses. Su adorada, espléndida hermanita que ella cuidaba como a una hija, por deber y por deseo. Un día, también había tratado de amamantarla, sentada en el jardín florecido con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Pero se había dado cuenta con sorpresa, desilusión y tristeza que sus pequeños seños no producían ningún líquido y allí se quedaban secos e inútiles, áridos como la tierra antes del monzón. Esperaba su monzón, aún sabiendo que todavía tenía que esperar. Pero el tiempo de la espera para ella nunca había sido un problema: una flor tiene que ser regada por mucho tiempo y con calma para que pueda brotar sin marchitarse, pensaba. Había sacado a Thankam del pecho, se había vuelto a abotonar la blusa, la había abrazado fuerte y luego había vuelto a casa para dejarla en la cuna de mimbre que la madre había trenzado con esmero y abnegación pocos días antes de dar a la luz. La había observado en silencio, por horas, sentada a su lado, en los escalones sombreados del patio. Absorbía los movimientos, los gestos rápidos y hábiles, de la madre para hacerlos suyos y poderlos reproducir algún día. Cuando hubiera dado el primer hijo, porque el primero habría sido absolutamente un varón, a su marido.
Las dos familias se habían puesto bien de acuerdo. Sin dejar nada al caso ni a la improvisación. Habían decidido y planificado todo, con mucha anticipación. Mary recién había venido al mundo y ya era la esposa prometida de Chacko, un niño de cinco años que pasaba sus días descalzo, cubierto sólo por un longhi, encaramado arriba de los árboles para recoger los frutos o bien en medio de la maleza a cazar serpientes. Cuando no daba fuego a la cola de los gatos para verlos correr como un cohete entre el prado. Él era ya propietario: de una pequeña casita de madera para las abejas que había construido con sus manos. precisas y firmes. Esas manos que ahora quería poner al servicio de la medicina, para cortar y coser, operar y sanar a las personas enfermas. Su futuro marido habría sido un futuro cirujano, y ella se habría sentido orgullosa de él. Estaba lista, preparada y arreglada para él. Tal como Chacko, Mary venía de una excelente familia comunista y cristiana, económicamente rica y moralmente irreprensible. Le había confeccionado una dote de todo respeto: no sólo rupias y oros, sino también ollas de cobre, sábanas de seda, muebles de madera con incrustaciones y..... . Y una casa colonial en estilo portugués, con un gran patio y un enorme pozo, donde habría podido criar una serie de niños alegres y sonrientes, que jugaban y se perseguían en el inmenso jardín rico de plantas, flores y frutas tropicales. Una casa completamente amueblada y siempre inmaculada. Porque sus padres ya habían llevado los muebles y ella iba todas las tardes a limpiarla. Pensando en el día en que habría lavado las sábanas y desempolvado los armarios, con los pechos perennemente hinchados de leche, esperando a su marido que, de vuelta del hospital, se habría sentado a la mesa con ella y con sus hijos. Delante de un sin numero de platos llenos de arroz y de curry, picoteando con indiferencia una dosa, le habría contado con detalles la última operación quirúrgica que había concluido con éxito, sin que ella sintiera náusea ni aburrimiento por aquellas descripciones atroces y minuciosas.
Improvisamente se puso a llorar. Lágrimas silenciosas y tímidas le surcaban el rostro, deshaciendo el kajal y ofuscando sus ojos, negros, intensos y tristes, que cerraba lentamente en la vana tentativa de contener el dolor. Le sucedía siempre, cuando pensaba en él: en lo que debería ser y en lo que habría sido. De hecho, era la esposa prometida del hombre más bello, orgulloso, sincero y honesto del pueblo. Tan sincero y honesto que le había dicho que no la quería. Se habían visto en la ribera del río. Él iba allí todas las tardes a pescar y a meditar. Soñando poderse comprar algún día solo, sin el dinero del padre, sino únicamente con el suyo, una pequeña cabaña de madera, con una montera que mirara hacia el río. Allí, en esa montera, habría colgado una hamaca y se habría tendido, masticando hierba, para pescar y meditar. Ella sabía que él iba ahí todas las tardes, a sentarse a la orilla del río. Pero no sabía que esas mismas aguas que confluían en el océano, muy luego se lo habrían llevado. Cada tarde, después de haber limpiado meticulosamente su nido de amor, ella se escondía detrás de una palma y lo miraba. Un día, una nuez de coco cayó del árbol y se detuvo delante de sus pies. Para reforzar su cuerpo, debilitado más por la humedad que por el calor, se acercó al fruto, lo partió contra una roca, miró el líquido blanquecino que contenía y se acerco a su esposo prometido. Sin pensar. Porque no es necesario pensar para compartir. Así fue que el hombre, asustado, se dio vuelta de golpe, la vio y se tiró al río. Ella se quedó paralizada mirándole, con la nuez de coco rota en la mano. Él se sintió ridículo e infantil y nadó con fuertes braceadas hacia ella. Tenía la camisa y los pantalones empapados y le adherían al cuerpo. Ella, por primera vez, se dio cuenta de lo que era el erotismo, ese deseo que nace del corazón y te moja la vagina, pero no se lo contó a nadie, ni siquiera a ella misma. Él le sonrió. “Hola Mary”, dijo. Nunca había escuchado su nombre pronunciado por él, y se sintió, al mismo tiempo, incómoda y emocionada. “Hola Chacko”, respondió lánguida como puede serlo una adolescente que se descubre improvisamente una mujer. “Partiré”, le dijo él. “¿Dónde iremos?”, preguntó ella curiosa. “Dónde iré”, dijo él dándole la espalda y mirando el horizonte. Ella huyó y él no la siguió. Sintiéndose al improviso ligero. Mientras el líquido blanquecino salía de la nuez de coco y era absorbido inmediatamente por el terreno, sin dejar ninguna huella tras de sí.
Chacko sabía que, perdiéndola, habría perdido todo. Que rechazándola, habría sido rechazado por todos. Por su familia, que era su todo. Como una rama rota que cae del árbol y ya no puede más pertenecerle. Como un fruto maduro que se separa del ramo, arriesgando su propia supervivencia. Por primera vez un discípulo del apóstol San Romás negaba su destino. Trazaba una línea sobre lo que había sido escrito para él, arrugaba la hoja y la botaba al mar. Para reiniciar de nuevo, matando el pasado, imaginando un futuro. Pero no existía imaginación en la historia de sus antepasados, sólo reglas y deberes que había que respetar. Que él estaba ensuciando, imponiendo su voluntad contra su tradición. Porque desde que el mundo es mundo, en su mundo, la voluntad personal coincidía con la tradición social. Y nadie se libraba de un matrimonio combinado por familias unidas desde siempre por vínculos de parentela. Chacko era la oveja que se salía del rebaño, ofendiéndolo. Chacko era un revolucionario, ignorante de todo. Chacko era el hombre que se quitaba de encima a Mary, como se hace con una mosca que se te apoya en un hombro. Chacko era el hombre que había renegado a Mary, minando para siempre su autoestima. Mary era la mujer no deseada, que nadie más habría querido. Mary era la mujer de los senos inmutablemente impasibles, secos e inútiles, áridos como la tierra antes del monzón. Y para ella no habría llegado nunca ningún monzón. Mary era la mujer rechazada, que decidió rechazarse como mujer, tratando de quedarse para siempre niña. Una niña que nunca habría amamantado porque todavía debía ser amamantada y, habiendo perdido la leche que deseaba, se negaba cualquier otra forma de alimento. Hasta morir. Por desnutrición, mientras la abuela en la cocina preparaba cualquier plato con tal de que comiera. “Come por lo menos un poco de arroz y unas bananas”, le decía, ya no gritando sino suplicando. Con una rabia nueva, que nacía de la frustración y se volvía rencor, escondida debajo de capas de falsa dulzura. “Come por lo menos un poco de arroz y algunas bananas”, le decía y sonreía, tragando rabia, frustración y rencor. Mientras botaba los alimentos cocinados y no comidos a la basura. Porque si no eran para ella no habrían sido para nadie. Mary ya no fingía escucharla. No la escuchaba y basta. Ya no sentía nada, ni siquiera se sentía a sí misma. No sentía ni siquiera el dolor.
La Universidad Estatal de Medicina había rechazado la solicitud de inscripción de Chacko: todas las plazas estaban reservadas, por ley, a hinduistas y musulmanes. Todas menos una, destinada a un cristiano que no era él. A pesar de tener un curriculum escolar excelente, no era lo bastante pobre como para ser aceptado. El cristiano aceptado tenía que ser muy capaz, pero también muy pobre. Él era sólo muy capaz. Su padre siempre se había privado de todas las tierras que le pertenecían para distribuirlas entre los campesinos que la trabajaban, pero no había caído en desgracia. No era muy pobre, pero tampoco era bastante rico: de seguro no podría permitirse pagar los exorbitantes precios de una universidad privada para el hijo. Por esto Chacko amaba y odiaba, respetaba y despreciaba a su padre. Un hombre que en nombre de un ideal político había destruido la vida de sus propios hijos. Y ya no tenía ningún derecho de determinarla. Tanto menos con un matrimonio combinado. Chacko había decidido partir, abandonando a Mary a su destino, para construirse el propio. Había decidido ir a Italia, donde estaba el Papa, un subrogado del padre, de la familia y de la tradición. Una institución religiosa que le permitía sentirse todavía parte de su historia personal. Además, en Italia había una excelente Universidad del Estado de Medicina, que seguramente no lo habría rechazado como cristiano no pobre y no rico. Después de tres días de lluvia intensa y continua, había dejado a sus padres y hermanos y se había embarcado. Los padres y sus hermanos le habían dejado partir, moviendo la cabeza, por primera vez en señal de negativa y no por costumbre. Le amaban y le odiaban, le despreciaban y le respetaban por este gesto. Incomprensible y por esto difícilmente juzgable. Chacko llevaba consigo la misma maleta de cartón que en los mismos años las personas de Apulia cargaban en los trenes, junto a los quesos y a los vinos, con destino a Lombardía. No habían quesos y no habían vinos con él. Tampoco especias, sólo una bufanda azul que la madre había tejido para el. “Porque hará frío donde vas”. Una bufanda que un marinero había encontrado entre sus cosas, buscando dinero, plata u oro, y que luego se había enrollado sobre la cabeza como un turbante para burlarse de él delante de los demás pasajeros. No sabiendo que los sikh usan los turbantes, mientras que él era un simple cristiano. Un cristiano no pobre y no rico, un inútil término medio. Y por esto se iba. El viaje en nave que lo habría llevado de Cochin a Nápoles había durado once días. Once días de pasaje, no vividos y no pensados. Once días de suspensión de lo real. Comidos y dormidos, como un vegetal que espera ser descargado en la otra orilla del mar. En otro mundo, sólo suyo. Nápoles y luego Roma. Ver Nápoles y luego morir. Estaba muerto. Se sentía rebotado: entre personas, calles, cielos y mares que no reconocía. Que no quería conocer. Nápoles le parecía la parodia de Trivandrum, una ciudad caótica y pobre, horrendamente desastrada, enloquecida por el tráfico, trastornada por el ruido y atascada por el smog, del cual quería lo más pronto escapar. Había cogido el primer autobús para Roma. Roma y el Vaticano. El Vaticano y el Papa. El Papa, el último vínculo entre él y ellos, entre Chacko y su familia. El Papa, visto de lejos, entre la multitud. Él, la única mancha negra en una enorme extensión blanca. Él, aquel de raza diferente entre los iguales de religión. Él, el único que no entendía lo que escuchaba. Él, el ajeno. Que había vivido Nápoles con los ojos del miedo, Roma con el deseo de pertenencia y Milán con el anhelo de la esperanza. Milán, y ese horrible pensionado estudiantil. Una pieza de dieciséis metros cuadrados con baño y cocina. Si se puede llamar baño a un váter a vista y si se puede llamar cocina a un anafre de camping. Para Chacko el váter era el jardín de casa, que él regaba y abonaba todos los días, mientras que la cocina era un enorme laboratorio lleno de fuegos y estantes donde su madre y sus hermanas, en una alquimia toda femenina, transformaban elementares alimentos crudos en refinados platos cocidos.
Chacko pasaba sus días agachado sobre sus libros escritos en un idioma desconocido para él que, por fuerza de voluntad, aprendía. No salía nunca. Salvo para ir a la Universidad, ir a los cursos, tomar notas, volver al pensionado, estudiar en el cuarto y luego salir de nuevo. Para dar el examen. Siempre lo mismo. El mismo profesor aquél que cuando Chacko entraba al aula ponía los pies sobre la mesa y luego lo interrogaba con el gusto de poder no aprobarlo. “Sucio negro, ¿qué quieres llegar a ser?” Un médico, estimado y respetado por todos. Incluso por ti, sucio blanco idiota y vulgar. Chacko por las noches lloraba, tendido sobre su colchón que había acogido a tantos otros cuerpos, quizás desesperados como el suyo. Y sollozando sentía el chirrido de las redes metálicas del somier que, como una orquesta con un solo instrumento de viento, parecían acompañar rítmicamente el latido de su sonido gutural. Chacko, a veces de día miraba las vitrinas de las tiendas y soñaba con poder entrar y comprar lo que quisiera. Él quería lo mejor para sí, mientras que estaba viviendo lo peor para todos. Chacko, al final, ese examen lo había superado porque el profesor se había rendido, tal vez porque prefería no verlo nunca más. Incluso un sádico puede dejar de jugar. Quizás por un instante de distracción, en el que la presa le escapa irreversiblemente de las manos. Chacko, para festejar, había ido con otros compañeros de curso a la montaña y había visto la nieve. Y había encontrado el amor. Una mujer blanca, hermosa, con los ojos verdes y los cabellos negros, que le había explicado a qué servían los esquíes y las botas. Chacko había decidido que ella sería su mujer. A pesar de las convenciones y de la tradición. De ella, de él, de ellos.
Gabriella Kuruvilla nace en Milán en 1969, de padre hindú y madre italiana. Graduada en arquitectura y periodista profesional, ha colaborado con varios periódicos y revistas, entre los cuales "Il Corriere della Sera", "Max", "Anna", "Marie Claire" y "D di Repubblica". Después de haber transcurrido seis años en la redacción milanesa de una revista mensual de decoración, para la cual todavía trabaja como profesional libre, se dedica completamente a la narración y a la pintura. En mayo de 2001 publica, con el pseudónimo de Viola Chandra, la novela Media chiara e noccioline (Una cerveza y cacahuetes) (DeriveApprodi) y en 2005 sale publicada por Laterza la antología Pecore Nere (Ovejas negras), en la cual están presentes dos cuentos suyos. Actualmente está trabajando en una novela sobre la maternidad y en una serie de cuentos sobre la inmigración. Sus cuadros, realizados sobre todo con arena y tela, han sido expuestos tanto en Italia como en el extranjero.