El jardín de mi infancia crecía bajo la influencia y la protección de dos astros principales: el sol, que era mi padre, y la luna, que era mi madre. Se presentaban juntos sólo el domingo y en los días de fiesta; si no, cuando se veía uno no se veía la otra, y viceversa. Este alternarse para cuidar de mí tenía que ver con el horario de trabajo de ellos. Mi madre era médico internista y salía a las siete de la mañana para ir al hospital. A paso rápido recorría tres kilómetros a pie por las callejuelas del suburbio moscovita, reduciendo así el tiempo del recorrido. Con el tranvía se hubiera demorado media hora más. Era una buena caminadora y esta capacidad la mantuvo hasta tarda edad.
Mi padre era un inválido de guerra sin permiso de trabajo, lo que significaba que los médicos lo daban por despachado. Recibía del estado una jubilación mínima y, para ayudar a la familia, trabajaba en casa como artesano. Todas las mañanas era él quien me despertaba.
Mis recuerdos se remontan a la edad de dos años y medio cuando, en el calor del sueño matinal, aparecía el rostro sonriente de mi padre, su cabeza casi pelada (había comenzado a perder el cabello desde joven).
Me gustaba despertarme. La estufa ya estaba encendida, en la pequeña habitación se sentía el olor del humo y el chisporroteo de la leña que ardía. Desde la ventana con el vidrio medio congelado entraba la luz oblicua del sol de la mañana. Durante el día, generalmente el hielo desaparecía, pero de noche se formaba nuevamente. La cara de mi padre inclinada sobre mí me llenaba de alegría, le tomaba los pocos pelos y se los tiraba. Era mi manera de demostrarle cariño. Dentro de mí sentía una alegría incontenible, saboreaba una jornada maravillosa, llena de luz, de nieve y de nuestras rápidas carreras en trineo.
Mi padre me vestía y preparaba el desayuno para los dos. Sacaba de la mesa el plato con las dos cáscaras de huevo y la taza vacía dejados allí por el apuro de mi madre. Para que yo llegara a la altura de la mesa, me sentaba sobre dos cojines colocados sobre una silla y me amarraba al respaldo con su cinturón militar. Una vez lo probé sobre mi piel, cuando a la edad de trece años tuve la ocurrencia de rebelarme a mi madre.
Papá traía desde la cocina dos platos de cascia (papa de avena) recién preparada y todavía humeante y té caliente. Tomábamos desayuno sentados uno frente al otro. Él era muy rápido. En dos minutos terminaba de comer y, mientras yo estaba todavía tratando de sacar con la cuchara la mermelada hecha por mi madre del frasco de vidrio, él iba a la antecámara, donde estaba la máquina de tejer. Ordenaba los hilos y empezaba a tejer. La máquina era manual. Los brazos de papá movían el carro metálico y avanzaban de derecha a izquierda, izquierda derecha, derecha izquierda.
Yo terminaba la mermelada e iba a mirar a papá que trabajaba. Se sentía el olor del aceite de la máquina. Me acuclillaba cerca suyo sobre una alfombra. En la frente tenía pequeñas gotas de sudor, la cabeza redonda brillaba como nuestra estufa, recubierta de baldosas brillantes. Después de poco, se quitaba la camisa porque sentía calor. Tenía grandes brazos musculosos con las venas hinchadas. En la parte derecha del cuello hasta el hombro sobresalía una cicatriz marrón.
Yo sabía que cuando estaba en el frente, un fragmento de granada le había entrado en el cuello y se le había clavado en un pulmón. La abuela decía que se había salvado por milagro. Cuando le preguntaba cuan grande era la esquirla, me mostraba la uña del pulgar.
Un día, el último gatito parido por la gata de los vecinos, me rasguñó cuando trataba de darle a la fuerza mi mermelada. Me dolió y del rasguño salió sangre. Cuando pensé en la pequeña uña del gatito y en la esquirla de mi padre, me imaginé a un león que ensartaba las uñas en el cuello de papá.
A los tres años empecé a ir al jardín de infancia. Todavía recuerdo el ruido del tranvía, chillón sobre los rieles congelados en pleno invierno. Después de haber subido los tres peldaños a duras penas, empujada por mi padre, me encontraba dentro del vagón, con las ventanas congeladas cerradas, lleno de gente que respiraba, había olor de metal y de vestidos de lana, y pensaba que la gente estaba respirando para calentar el tranvía.
Papá me preguntaba: “¿Tienes las manos frías?” Incluso cuando no las tenía frías, le respondía que sí. El me sacaba los guantes y me las calentaba con su aliento, me decía algo alegre y reía. Parecía que lograra calentar también el aire que lo rodeaba.
En esos tiempos en Rusia, todos los niños pequeños llevaban los guantes amarrados a un elástico. Probablemente alguna madre desesperada había adoptado esta solución desde cuando los numerosos hijos habían perdido su enésimo par de guantes. Se tomaba un elástico normal, de un metro más o menos de largo y se cosía por una parte al borde del guante derecho y por la parte opuesta al borde del guante izquierdo. El elástico se pasaba detrás del cuello del niño como una bufanda, metiéndo las manos en los guantes. Luego, con los guantes puestos, al niño se le colocaba el abrigo. Cuando, durante los juegos, el niño se calentaba y se sacaba distraídamente los guantes, éstos quedaban pegados al elástico y no se perdían. Mi primera infancia terminó cuando mi madre ya no me puso más el elástico y yo sentí que me tocaba la responsabilidad de non perder mis guantes.
Una vez llegados a la parada del jardín de infancia nos bajábamos del tranvía. Corría delante de papá y él hacía como que me perseguía. No sentía el hielo: me parecía chapotear en el aire invernal, fresca y densa como el agua del río en el pueblo de mi tía. Reía feliz y me daba la impresión de ser grande, bella y muy atractiva. He leído que el primer hombre que se hace sentir una mujer es tu padre y es verdad. A tres años era feliz, amada y satisfecha. Si mi femineidad ha sido segura y satisfactoria después, se lo debo a mi padre, a su ternura y paciencia.
La gran amistad entre nosotros se prolongó por casi treinta años, hasta su muerte. Una vez, cuando ya estaba enfermo del corazón, paseando por la calle, encontramos a un viejo con un bastón, tenía la espalda tan curva que estaba obligado a mirar siempre al suelo. Una nube oscura atravesó el rostro de mi padre: “No quiero ser nunca así”, me dijo, indicando con la mirada al viejo que se arrastraba delante de nosotros.
No quería vivir mirando siempre hacia el suelo: había nacido para estar circundado por el cielo azul, como un pequeño astro, como los pájaros que tanto amaba y seguía con la mirada llena de admiración en su libre vuelo, cada vez más alto. Era una persona simple, un artista de la vida: lograba armonizar las fuerzas contrastantes entre yo y mi madre, entre mi madre y sus parientes. Fue el animador de las veladas más lindas que viví con mis primos: juegos, cantos, risas, alegría.
Le gustaban los espacios abiertos, los horizontes lejanos, llenos de infinito.
Y el cielo, por él tan amado, le escuchó. Murió derecho y bello, como un árbol abatido al improviso: un pequeño sol lleno de calor y de luz se había apagado. No quería volverse viejo, y no lo hizo.
En esos años, cuando yo todavía era muy pequeña, vivíamos en una casa de madera en la periferia de Moscú. Dos modestas habitaciones que mi abuela materna había comprado después de la expropiación de su grande casa. El marido era párroco en una pequeña ciudad cerca de Moscú. Durante el régimen de Stalin fue exiliado a Siberia y sus ocho hijos se vieron obligados a separarse por todo el país.
Mi madre, que era la última de los hijos, se quedó con la abuela. Trabajaba como enfermera en un hospital de Moscú y estudiaba en la noche para ser médico. La abuela se murió apenas antes de la guerra y mi madre se enroló en el frente. Allí conoció a mi padre y se casaron.
Era alta, delgada, con el rostro alargado y pálido. Cuando yo nací era muy delgada. Tenía un buen apetito, pero se limitaba para permitir que yo y papá comiéramos más. Desde cuando tenía quince años se había visto obligada a esconder la verdad sobre el exilio de su padre y este trauma influyó sobre su comportamiento por toda la vida. Era muy reservada y a su alrededor flotaba una especie de misterio. Mi objetivo desde niña fue descubrir todo lo que trastornaba a mi madre y tenía que ver con la vida atormentada de su familia.
Tenía un carácter lunar, con altos y bajos, como las mareas, sentía su fuerza fluctuar a mi alrededor y al de papá.
A primera vista parecía fría, contrariamente al calor de mi padre. Poseía el don de entender a los demás y esta capacidad le permitió sobrevivir en los años del Régimen, cuando millones de hombres y de mujeres jóvenes y fuertes fueron mandados a los lejanos campos de trabajos forzados por un error banal, por una confidencia no apropiada, por un chiste político. Por nada.
Había sufrido mucho y, hacia el final de la vida, su carácter sufrió una transformación enorme: los altos y bajos desaparecieron y le quedaron la serenidad y la habitual diplomacia.
Cuando era una niña, era ligada a mi madre en modo irracional, como si el cordón umbilical entre nosotras nunca se hubiera cortado. Por suerte, con el pasar de los años este apego se transformó en una gran historia de amor. Nuestros encuentros y adioses empezaron cuando yo tenía tres años.
Los niños del jardín de infancia a la cual iba en ese entonces, todos los veranos se transferían a las casas de madera en el campo, cerca de bosques, lagos o ríos. Los lugares eran maravillosos. Mi madre me venía a ver todos los sábados y se quedaba conmigo todo el domingo.
La noche entre el sábado y el domingo dormía con ella en la cama grande de la izba que arrendaba por el fin de semana, cerca de la aldea de verano del jardín de infancia. Hasta muy tarde en la noche me escuchaba contar como había pasado la semana y me contaba cuentos inventados en ese momento. De día me llevaba de paseo y, en las horas de más calor, nos escondíamos en la sombra del bosque que estaba cerca. Me mostraba el ritmo secreto de la naturaleza que lograba comprender gracias a su tendencia a la introspección.
Recogíamos flores salvajes y me hacía guirnaldas que nos poníamos en la cabeza. Es una antigua costumbre rusa, herencia de tiempos remotos. La mía se me caía siempre y la dejaba colgar alrededor del cuello como una pequeña salvaje.
Jugábamos a mi juego preferido, fingiendo ser hadas y reinas. Recuerdo la camiseta y los pantalones cortos que usaba en verano; mi madre usaba un sarafan, un vestido delgado sin mangas, con pequeñas flores azules sobre fondo blanco, y un ligero fular sobre los hombros.
Sobre un prado, entre los árboles seculares, que habíamos preparado como escenario, inventábamos nuestros cuentos fantásticos.
“Yo soy la reina y tu eres el hada”, le decía arreglándome la guirnalda. “Préstame tu fular”. El pañuelo se podría transformar en una hermosa falda de reina, apretada en la cintura por una cinta.
Un día un señor aplaudió desde detrás de los árboles.
“Felicitaciones señora, a usted y a su hija. Son muy lindas, juntas.”
Mi madre le respondió con una risa de pequeñas campanillas bajo la brisa del suave viento: con la guirnalda de flores sobre la cabeza parecía de verdad un hada. Eran días inolvidables en los que existíamos solo nosotras dos, yo y mi madre. Incluso papá quedaba excluido de esta unión, cuando tenía mi madre toda para mí.
El domingo por la noche tenía que recorrer a pie tres kilómetros hasta la estación para volver a la ciudad. Establecíamos el punto hasta el cual yo podía acompañarla: allí le pedía que me acompañara de vuelta. Y así tres, cuatro, cinco veces, hasta que mi tía, que era la directora del jardín de infancia, me tomaba de la mano y me obligaba a dejar a mi madre, que partía sin decir una palabra, con las lágrimas en los ojos.
La sensibilidad extrema de mi madre no disminuyó con los años, y también mucho tiempo después, cuando me había casado y tenía una hija, nuestra historia hecha de encuentros y de adioses continuó. Toda estadía mía en Moscú, toda permanencia suya en Italia, se caracterizaban por la gran felicidad del encuentro y por el dolor de la separación.
La casa de mi infancia, con la estufa encendida y la ventanas medio heladas, se quedó en mi memoria como un lugar de paz y de serenidad. Y cuando las dificultades de la vida tratan de hacerme sucumbir, yo vuelvo mentalmente a ese lugar, me acuclillo sobre la alfombra al lado de mi padre, escucho el rechinar de la vieja máquina de tejer, siento el olor de la leña que arde y me tranquilizo.
Cuando miro hacia el cielo y veo el sol que se pone a mi derecha y la luna transparente, pero bien visible, a mi izquierda, me parece divisar desde lejos el rostro sonriente de mi padre y la corona floreal sobre la cabeza de mi madre. Ahora están juntos, los unidos: pasaba raramente cuando era niña. Un inválido de guerra y la hija de un párroco exiliado están allá, en el cielo de mi infancia, para no tramontar nunca más.
Natalia Soloviova nació en Moscú en 1946. Vive en Cardano al Campo (Varese) desde 1973. Es diplomada en ingeniería mecánica y hace traducciones técnicas. Ha participado en el concurso Eks&Tra y es una de las ganadoras de la edición de 1998.