Y la noche pasada reaparece, porque si hay una oscuridad profunda aquí,
tiene la oscuridad que se traga a las estrellas.
Estoy sentada en medio de lo rojo de la arena que divide el camino y en
medio de lo negro diferente de mis compañeros. He hablado contigo, en
silencio, de la profundidad de una atención y de un viento exhausto que
descompagina los vestidos.
Africa es roja y paciente, con los olores de todos los sucios y la espera
de algo de indeterminado que tu llamarías Dios.
El calor a las siete de la mañana todavía no es feroz y yo tomo el ritmo de
este tiempo que no pide ni pretende. He visto miles de bolsas sobre las
ramas, como flores erradas y he comprendido que cada gesto aquí se complica
y permanece, resiste a todos los demás, se vuelve inmutable.
En Africa todo es largo. Cada gesto grande, conmensurado, difícil.
La tristeza con la que los niños van a la escuela, en el primer sol de
Dakar, con las trencillas que tiran la piel y los pies calzados para la
ocasión, cuenta la dificultad de mover los pasos.
He visto galpones de hierro y chapas cortadas en el suelo, algo parecido a
un infierno, con el óxido y la arena mezclados abajo y ninguna diferencia
entre los desechos y las mercaderías (algunas veces es lo mismo), ninguna
separación entre el camino y la nada.
Todo es botado al suelo, lo usado, lo que se usará.. La calle es un tiempo
continuado, una casa, una prisión, una permanencia. Ninguna diferencia
entre la vida y la rendición.
El chófer corre siempre a lo largo de la franja de tierra al borde del
camino como si no confiara en el asfalto y le hace señas a las personas, le
pide algo para beber a una niña que sale de la choza con una taza de
plástico, obediente, sin pedir nada en cambio.
Los niños se detienen frente a las ventanillas para suplicar que les den
algo. Nosotros nos paramos cada kilómetro en fronteras invisibles, con
militares armados hasta los dientes, la espoleta de la granada tan cerca
que incluso podría tirarla.
Los niños miran mi piel asombrados; yo soy siempre "madame", los niños
negros que están conmigo me tratan en modo familiar". "Give me" "Give me a
pen a chewingum, a jacket, a bottle". He terminado los chicles, muy rápido,
una pastilla blanca entre los dedos en fila, como una hostia. Me he sacado
el lápiz del nudo del pelo, ahora me golpeará como un látigo sobre mi
cuello y el de mis vecinos, pero la muchachita a la que se la regalé se fue
cimbreándose y mostrándola como un trofeo.
Mis amigos de Mauritania me rozan con miles movimientos despreocupados, lo
hacen con mucho cuidado y con mucha gracia, sin ofenderme. Meyne me dice
que ha sabido que en Italia las "femmes" son reinas. Ha tomado un folleto
de no sé qué cosa y me lo ventea delante de la cara, muy atento porque
ahora que cruzamos el río, en la frontera con Gambia, el calor es realmente
cruel; mi aspecto derrotado y, quizás, desesperado, tiene que haberlos
asustado. Les digo que en Italia nadie me echa viento de esta manera, me
responde que entonces no son tan gentiles.
Los muchachos senegaleses que nos acompañan hacen la cola en las
ventanillas y en los controles de las aduanas. Se quejan de Gambia y de sus
niños, tal vez más insistentes, tal vez mendigos. Están convencidos que el
mal de este estado deriva del idioma, ese de los antiguos patrones: "Es un
país anglófono", explican con desprecio.
Los niños, centelleos de ojos en la tierra oscura, piden y venden cosas al
mismo tiempo; sobre todo agua fresca, en bolsas anudadas, como en el parque
de diversiones, pero como si nadie hubiera tenido tanta suerte como para
ganarse el pescadito. Las personas chupan ávidas y luego botan el nilón
junto con el resto, junto a todo, animales y vestidos, cáscaras y animales
muertos. He visto un caballo muerto amarrado a una valla, con las patas
para arriba, rígidas, como en los cuadros de batallas, y asnos
transformarse en tierra y el hierro disolverse al sol, deshacerse,
rendirse.
Los niños son muy hermosos, tienen las mangas rasgadas, trajes de teatro
contemporáneo y un hombro casi siempre descubierto, brillante de color y de
calor, una señal de insubordinación natural hacia los vestidos y las
coberturas.
A lo largo del arcén de la carretera distingo obeliscos de tierra,
esculturas en forma de torres rojizas a intervalos regulares como piedras
miliarias, pienso en algún rito misterioso, en la cantilena de una oración
que amasa la tierra del mismo modo por kilómetros, luego me dicen que el
son el trabajo y el nido de las termitas.
Ziguinchor, nuestra meta, está bañado por el río y es fértil, con los
manglares que sacian su sed mediante sus raíces aéreas y una selva poblada
por bandidos cristianos, en lucha entre diferentes etnias.
Ahora comprendemos la razón y la legitimidad de los puestos de control,
afortunadamente es bastante tarde para tener miedo.
Hay mercados de tarros, botellas usadas, frascos de medicinas vacíos. Se
comercia con todo, todo lo que ya ha sido vendido, utilizado y botado por
primera vez, pero el balasto en las calles está hecho de conchas.
Africa despilfarra su belleza y conserva las escorias, las coleccionas, las
retiene.
Africa tiene un movimiento explícito de ancas y metros de cuentas, los
bimbim, que los muchachos de ojos insondables y mágicos te buscan mientras
estás bailando, con las yemas y que hacen contar en sus vueltas el amor, lo
hacen posible.
Cada cosa es tocada, impregnada.
Cada cosa absorbe el polvo y no tiene lluvia suficiente, no tendrá nunca la
lluvia que le falta.
Las manos recogen el arroz en los calderos, haciendo círculos a lo largo de
los bordes, el mismo plato, el mismo tenedor. Comprendo la nostalgia del
vaso, de los círculos blancos en las uñas. Espero una calle limpia para mis
pies, un reposo para alejarme de los acercamientos infinitos, de las
miradas rapaces, de los continuos ofrecimientos que son pedidos, preguntas
y rezos que se confunden con ellos, que se vuelven por un momento ellos
mismos.
Lo que soy yo o que sería está lejos.
Lo que soy aquí es un esbozo de calor, una madera rota por el desgaste, un
cuerpo que se disuelve y se quema, algo como los cortes cuadrangulares en
el mango, algo como los dientes que en él se hunden para comerlo.
Aquí hay un pueblo acostumbrado al favor de vivir, concedido.
El favor y el misterio de vivir, por gracia recibida, la obligación de los
dones, el regalo que salva un día, que llena el estómago, que calma la sed.
Aquí hay un pueblo que espera la misericordia y se cubre de grigrí, los
amuletos de piel cocida, se cubre de milagros animados, para escapar de los
golpes de la vida.
Aquí hay un pueblo que molesta a la impaciencia y a la prisa, que lo
asustan se burlan de él. Hay todo un mundo que se queda en el tiempo de
los demás y su propio tiempo, con reglas inmutables, lo hace avanzar
infinitamente.
Africa está madura y cansada, se abre y se quiebra sobre la tierra como una
fruta, por cualquier cosa, cualquier oferta y cualquier caída espera el
sol.
Aquí los días no pasan, los días te dejan pasar teniéndote abrazada por
todos los lados del cuerpo. Estoy aquí y no me he quedado. Si vas a Africa,
ella te traga como una boca caliente y tu no puedes estar en ninguna otra
parte, ni siquiera allá donde, desde siempre, existes.
Volveré a mi, a mi realidad y me sorprenderé recuperando los gestos, la
limpieza, el ritmo que cambia completamente la música de cada país; por
ahora doy tumbos con cada hoyo en el asiento hundido del automóvil, y en la
radio: Bob Marley sigue cantando "Africa Unite".