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africa unite

sabrina foschini

Y la noche pasada reaparece, porque si hay una oscuridad profunda aquí, tiene la oscuridad que se traga a las estrellas.
Estoy sentada en medio de lo rojo de la arena que divide el camino y en medio de lo negro diferente de mis compañeros. He hablado contigo, en silencio, de la profundidad de una atención y de un viento exhausto que descompagina los vestidos.
Africa es roja y paciente, con los olores de todos los sucios y la espera de algo de indeterminado que tu llamarías Dios.
El calor a las siete de la mañana todavía no es feroz y yo tomo el ritmo de este tiempo que no pide ni pretende. He visto miles de bolsas sobre las ramas, como flores erradas y he comprendido que cada gesto aquí se complica y permanece, resiste a todos los demás, se vuelve inmutable.
En Africa todo es largo. Cada gesto grande, conmensurado, difícil.
La tristeza con la que los niños van a la escuela, en el primer sol de Dakar, con las trencillas que tiran la piel y los pies calzados para la ocasión, cuenta la dificultad de mover los pasos. He visto galpones de hierro y chapas cortadas en el suelo, algo parecido a un infierno, con el óxido y la arena mezclados abajo y ninguna diferencia entre los desechos y las mercaderías (algunas veces es lo mismo), ninguna separación entre el camino y la nada.
Todo es botado al suelo, lo usado, lo que se usará.. La calle es un tiempo continuado, una casa, una prisión, una permanencia. Ninguna diferencia entre la vida y la rendición.
El chófer corre siempre a lo largo de la franja de tierra al borde del camino como si no confiara en el asfalto y le hace señas a las personas, le pide algo para beber a una niña que sale de la choza con una taza de plástico, obediente, sin pedir nada en cambio.
Los niños se detienen frente a las ventanillas para suplicar que les den algo. Nosotros nos paramos cada kilómetro en fronteras invisibles, con militares armados hasta los dientes, la espoleta de la granada tan cerca que incluso podría tirarla.
Los niños miran mi piel asombrados; yo soy siempre "madame", los niños negros que están conmigo me tratan en modo familiar". "Give me" "Give me a pen a chewingum, a jacket, a bottle". He terminado los chicles, muy rápido, una pastilla blanca entre los dedos en fila, como una hostia. Me he sacado el lápiz del nudo del pelo, ahora me golpeará como un látigo sobre mi cuello y el de mis vecinos, pero la muchachita a la que se la regalé se fue cimbreándose y mostrándola como un trofeo.
Mis amigos de Mauritania me rozan con miles movimientos despreocupados, lo hacen con mucho cuidado y con mucha gracia, sin ofenderme. Meyne me dice que ha sabido que en Italia las "femmes" son reinas. Ha tomado un folleto de no sé qué cosa y me lo ventea delante de la cara, muy atento porque ahora que cruzamos el río, en la frontera con Gambia, el calor es realmente cruel; mi aspecto derrotado y, quizás, desesperado, tiene que haberlos asustado. Les digo que en Italia nadie me echa viento de esta manera, me responde que entonces no son tan gentiles.
Los muchachos senegaleses que nos acompañan hacen la cola en las ventanillas y en los controles de las aduanas. Se quejan de Gambia y de sus niños, tal vez más insistentes, tal vez mendigos. Están convencidos que el mal de este estado deriva del idioma, ese de los antiguos patrones: "Es un país anglófono", explican con desprecio.

Los niños, centelleos de ojos en la tierra oscura, piden y venden cosas al mismo tiempo; sobre todo agua fresca, en bolsas anudadas, como en el parque de diversiones, pero como si nadie hubiera tenido tanta suerte como para ganarse el pescadito. Las personas chupan ávidas y luego botan el nilón junto con el resto, junto a todo, animales y vestidos, cáscaras y animales muertos. He visto un caballo muerto amarrado a una valla, con las patas para arriba, rígidas, como en los cuadros de batallas, y asnos transformarse en tierra y el hierro disolverse al sol, deshacerse, rendirse. Los niños son muy hermosos, tienen las mangas rasgadas, trajes de teatro contemporáneo y un hombro casi siempre descubierto, brillante de color y de calor, una señal de insubordinación natural hacia los vestidos y las coberturas.
A lo largo del arcén de la carretera distingo obeliscos de tierra, esculturas en forma de torres rojizas a intervalos regulares como piedras miliarias, pienso en algún rito misterioso, en la cantilena de una oración que amasa la tierra del mismo modo por kilómetros, luego me dicen que el son el trabajo y el nido de las termitas.
Ziguinchor, nuestra meta, está bañado por el río y es fértil, con los manglares que sacian su sed mediante sus raíces aéreas y una selva poblada por bandidos cristianos, en lucha entre diferentes etnias. Ahora comprendemos la razón y la legitimidad de los puestos de control, afortunadamente es bastante tarde para tener miedo.
Hay mercados de tarros, botellas usadas, frascos de medicinas vacíos. Se comercia con todo, todo lo que ya ha sido vendido, utilizado y botado por primera vez, pero el balasto en las calles está hecho de conchas. Africa despilfarra su belleza y conserva las escorias, las coleccionas, las retiene.
Africa tiene un movimiento explícito de ancas y metros de cuentas, los bimbim, que los muchachos de ojos insondables y mágicos te buscan mientras estás bailando, con las yemas y que hacen contar en sus vueltas el amor, lo hacen posible.
Cada cosa es tocada, impregnada.
Cada cosa absorbe el polvo y no tiene lluvia suficiente, no tendrá nunca la lluvia que le falta.
Las manos recogen el arroz en los calderos, haciendo círculos a lo largo de los bordes, el mismo plato, el mismo tenedor. Comprendo la nostalgia del vaso, de los círculos blancos en las uñas. Espero una calle limpia para mis pies, un reposo para alejarme de los acercamientos infinitos, de las miradas rapaces, de los continuos ofrecimientos que son pedidos, preguntas y rezos que se confunden con ellos, que se vuelven por un momento ellos mismos.
Lo que soy yo o que sería está lejos.
Lo que soy aquí es un esbozo de calor, una madera rota por el desgaste, un cuerpo que se disuelve y se quema, algo como los cortes cuadrangulares en el mango, algo como los dientes que en él se hunden para comerlo.
Aquí hay un pueblo acostumbrado al favor de vivir, concedido.
El favor y el misterio de vivir, por gracia recibida, la obligación de los dones, el regalo que salva un día, que llena el estómago, que calma la sed.
Aquí hay un pueblo que espera la misericordia y se cubre de grigrí, los amuletos de piel cocida, se cubre de milagros animados, para escapar de los golpes de la vida.
Aquí hay un pueblo que molesta a la impaciencia y a la prisa, que lo asustan se burlan de él. Hay todo un mundo que se queda en el tiempo de los demás y su propio tiempo, con reglas inmutables, lo hace avanzar infinitamente.
Africa está madura y cansada, se abre y se quiebra sobre la tierra como una fruta, por cualquier cosa, cualquier oferta y cualquier caída espera el sol.
Aquí los días no pasan, los días te dejan pasar teniéndote abrazada por todos los lados del cuerpo. Estoy aquí y no me he quedado. Si vas a Africa, ella te traga como una boca caliente y tu no puedes estar en ninguna otra parte, ni siquiera allá donde, desde siempre, existes. Volveré a mi, a mi realidad y me sorprenderé recuperando los gestos, la limpieza, el ritmo que cambia completamente la música de cada país; por ahora doy tumbos con cada hoyo en el asiento hundido del automóvil, y en la radio: Bob Marley sigue cantando "Africa Unite".

traducido por Ana María Bustamante Escobedo

Sabrina Foschini nace en Rimini en 1968. Se titula en la Academia de Bellas Artes en 1990. Ha expuesto sus obras como artista visual en numerosas galerías públicas y privadas en Italia, Francia, Inglaterra y Alemania. Paralelamente, ejerce una actividad en campo literario interviniendo con artículos críticos y recensiones en catálogos de artistas contemporáneos. Colabora con diferentes revistas de arte y literatura. En 2001 ha publicado el opúsculo Andare per il sottile para "I quaderni del Battello Ebbro" (Porretta). Con la casa editorial Raffaelli Editore (Rimini) ha publicado en 2002 la recopilación Il paragone col mare y el poema Inno del corpo ricostruito. En 2003 ha publicado para las Ediciones Medusa de Milán el libro de cuentos Due mani di colore escrito con Paola Turroni. Para la misma casa editorial ha escrito e ilustrado el libro para niños Nove gatti. Para el teatro ha ideado y representado varias representaciones poéticas tanto en forma independiente como junto a P. Turroni, como por ejemplo: Cinque dita, Ibrido, Pescatrice, Nodo, Cerchio di passi, Del corpo.

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Anno 2, Numero 9
September 2005

 

 

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